Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

jueves, 26 de marzo de 2020

Hambre



 

Hace poco terminé de leer “El nuevo Zaldumbide” de Salvador Izquierdo. Disfruté mucho esta lectura, me sacó risas irónicas y me llevó a reflexionar sobre varias cosas. Hay un pasaje que me gustó en particular. Y es cuando el autor se refiere a las cartas que Benjamín Carrión recibía, en las que varios intelectuales de la época le escribían a pedir una mano, una palanca. La carta que más me llamó la atención fue una de Joaquín Gallegos Lara, en la que después de pedirle algunos favores a este "pequeño gran patriarca", como lo llama acertadamente Salvador Izquierdo, remata diciendo: “Si es necesario le agradeceré como un perro”. No pude evitar soltar una carcajada. Claro, al principio me reí de esa típica conducta ecuatoriana de permisito disculparán nomás,  pero después la risa devino en incomodidad y en tristeza. Porque obvio, yo no me identifiqué con Benjamín Carrión. ¿Cuántas veces he tenido que acudir a colegas acomodados en puestos culturales para pedirles, o mejor dicho, rogarles algún tipo de apoyo?. 

No es fácil, al menos para mi, sacar adelante un proyecto cultural en este país. Pocas veces las políticas públicas coinciden con mis necesidades. La burocracia siempre atravesada. Que si tienen la plata pero falta un sello, es que si tienen el sello pero que mi caso no aplica, que falta una firma, que ya salió el auspicio pero que ahora,  justo ahora, no es posible, que vuelva otro día, que hoy no vino el director… Entonces después de intentar por varios medios, parecería que no queda otra que dejar la dignidad a un lado y aplicar modo Gallegos Lara. Porque la verdad es que en esta historia de hacer realidad mis proyectos cinematográficos/culturales me ha tocado rogar, llorar, por poco luchar cuerpo a cuerpo. Por eso me reconozco plenamente en la súplica de Gallegos Lara, y sobre todo, me identifico con eso de agradecer como perro, o mejor dicho, con sentirse como uno.    

Pero vamos más allá. Creo que donde hay personas dispuestas a agradecer como perros, hay hambre. Hace 10 años, cuando el Consejo Nacional de Cine estaba naciendo, la posiblidad de contar con fondos públicos y las actividades cinematográficas que llegaron por añadidura con la Ley de Cine provocaban en los jóvenes una especie de euforia. Íbamos a Festivales de cine (en provincias) y teníamos hambre. Ahí estábamos, entre acomplejados y orgullosos, disfrutando a más no poder de cada cosa, casi como el Chavo en Acapulco, como que no hubiera un mañana (quizá porque, a diferencia del colega argentino o mexicano, los ecuatorianos sabíamos que para nosotros muy probablemente no lo habría). Pero no solo en el contexto del cine, sino en los eventos culturales en general, he visto que la actitud de los ecuatorianos en general es la de sentirse menos que los  latinoamericanos, y también la de rogar, ya sea por vino, otro almuerzo o algún tipo de alianza. Sí, qué vergüenza. Pero solo una cosa: sabes que algo no está funcionando en tu país cuando te toca rogar, cuando el arrastre cultural es la única herramienta para conseguir algo.  

Cuando a un amigo artista alguna vez le preguntaron cómo se hacen realidad los proyectos culturales en este país, respondió: “a codazos”.  A codazos contra la burocracia. A codazos contra las instituciones, contra los compañeros, arranchándose el pan con los colegas, mendigando un auspicio al Ministerio de Cultura, rogando a Dios ganar un concurso o  ser descubierta por un caza-talentos, pagando los propias producciones. Porque al final no queda otra que trabajar en las noches, conseguir el dinero de chaucha en chaucha, poner del bolsillo de una, que por supuesto, está vacío, endeudarse, pedir prestado a la tía, ir con la historia de familiar en familiar, de amigo en amigo, hacer una rifa o “crowdfunding”, sentirse una especie de “vendedora de bus cultural” que no te va a robar pero...  Llamar a los lugares en los que se trabajó y nuca pagaron, y experimentar uno de los sentimientos más complejos y contradictorios: sentirse culpable por cobrar.  Sentir que el proyecto cultural es una especie de asalto a mano armada, tener ganas de perdir perdón por haber tenido el atrevimiento de solicitar ayuda #disculparánomás. Se acaba con el alma cortada en trocitos, como si hubiera pasado a través de un rallador, los sueños hechos añicos, culpable por haber estado tantas horas fuera de casa, peleando con secretarias, llorando en los pasillos públicos, aguantándose las lágrimas en las oficinas de burócratas, por haber estado lejos del hijo, del esposo, lejos, muy lejos, de eso que se sintió al crear el proyecto y que se esperó generar en la gente. Soledad y miseria. Y claro, una se pregunta: ¿Vale la pena todo este desgaste solo para conseguir una película, un libro, una obra? ¿De verdad solo tenemos dos opciones, ser herederos de Benjamín Carrión y ser funcionarios públicos, claro, si se tiene el privilegio (a veces no tan "privilegio") de la educación, o como Gallegos Lara, empeñar la máquina de escribir para realizar nuestros proyectos?,  O peor que eso: ejercer de artistas a medio tiempo, conformarse. ¿Hasta cuando vamos a soportar estas dinámicas de poder ridículas en las que los que están arriba gozan de las necesidades de los otros? ¿Hasta cuándo vamos a seguir agradeciendo como perros?  ¿Qué debemos hacer para parar con este círculo vicioso?

(Mundo Diners) 


jueves, 19 de marzo de 2020

Grandes Mujercitas O: Escribir(se) para existir







Leí Mujercitas en la escuela, como todos, o mejor dicho, como todas. Porque según recuerdo era una lectura que no se les ofrecía a los varones,  a quienes se les reservaba los libros serios, esos sobre guerras o conquistas. La novela de Louisa May Alcott era, como las agujetas o el delantal de cocina, “solo para mujercitas”. Aunque percibía algo fantástico en ese mundo femenino que me recordaba tanto a mi propia casa, en la adolescencia, orgullosa de citar a Nietzche (aunque no lo entendiera), aunque el libro secretamente me gustaba, me jacté de despreciarlo. “Mujercitas”, su título en diminutivo me sonaba a bazar, a las mujeres y sus cositas pendejitas,  a esas cosas, o cositas, que nos habían hecho creer poco serias, rosaditas, inferiores. El libro me parecía casi un manual de los años 50s de buenos modales para señoritas. Solo más tarde entendí que ese desprecio que había sentido no era otra cosa el espejo del desprecio de la sociedad hacia las mujeres.








Vi Frances Ha en la compu, con mi prima y entonces compañera de piso. Cuando la película terminó y aparecieron los títulos de cola, mi nudo en la garganta explotó y me eché a llorar como una niña. ¡Yo era Frances Ha!. Yo también tenía una amiga con la que algún momento nos separaríamos y nos enfrentaríamos al despiadado mundo de la adultez, yo tampoco sabía como actuar en las reuniones sociales, yo también había corrido por las calles escuchando a David Bowie. Después del llanto fui a googlear su nombre y hallé que no solo había sido la actriz de esa maravillosa película, sino también la guionista, ah cierto, y también la actual pareja del director, Noah Baumbach. Desde ese momento seguí la pista de la dupla ganadora, dejándome seducir con los personajes interpretados por ella, que otra vez la volvió a romper en Mistress America, representando a esa mujer caótica, desproporcionada en sus deseos, torpe y sincera. Estaba clarísimo: ¡Yo era Mistress Amércica!. No sé por qué sentía que aunque Noah Baumbach era el director, había más de ella en esas películas. Greta no era solo una actriz, no era solo una guionista. Ahí había una autora. En el 2017 Greta debutó como directora. Escogió a Saoirse Ronan, esa actriz  rara y bella, para respresntarla en la película. Lady Bird es el viaje maravilloso de Christine, una adolescente rebelde (que por supuesto soy yo a los 17) que deja su pueblo natal para viajar a Nueva York, aferrándose al sueño.  








Me re-econtré con Mujerictas en la playa, ya me había casado y llevaba a mi hijo en el vientre, cuando, echada en la arena, re-leí esos pasajes que alguna vez me resultaron inapropiados. El embarazo me trajo nuevos intereses, temáticas que antes había ignorado, e incluso en ocasiones, despreciado, como el universo de lo doméstico, se habían vuelto misteriosas y encantadoras para mi. Fue Ursula Le Guin, en su deslumbrante ensayo La Hija de la Pescadora, quien me llevó a re/descubirir a Jo March. A través de Le Guin supe que el mundo de las mujercitas era el propio mundo de Alcott. Me identifiqué con la vida de Jo March, la hermana “intelectual” que hace obras de teatro, que lee, que sueña. La hermana que escribe. Recordé mis diarios de infancia y los cuadernos que solía llenar con apuntes inútiles sobre la vida que espiaba de los vecinos. Todo lo que implicaba escribir en un entorno doméstico. En una casa donde mis hermanas correteaban y siempre se calentaba algo en la cocina. ¿Cómo no lo había visto antes?  ¡Yo era Jo March!.



 




Cuando supe que Greta Gerwig haría una adaptación de Mujercitas, empecé a soñar con verla en el cine. ¿Cómo sería esa fusión de los mundos de Alcott y Gerwig? Sin embargo, me resultó algo confusa. En lugar de concentrarse en la fuerza de sus personajes como ya lo hizo ya en Lady Bird, Gerwig le apostó a un guión cuyo mayor desafío está en la complejidad de una trama que se basa en los saltos temporales, los cuales, no aportan mucho al alma de la historia, sino que la llevan por lugares más bien descriptivos, y a ratos, innecesarios. Se intuye que al igual que Jo March tuvo que negociar sus licencias creativas con su editor, Gerwig quizá también lo haya hecho con sus productores y/o casas productoras, sacrificando seguramente varias cosas que para ella  seguro eran importantes. La autora resiste en medio de una gran producción (que ella consiguió pero que finalmente fue un encargo), intentando dejar su impronta, la cual se inscribe, por ejemplo en esa escena en la que las hermanas March bajan las escaleras, componiendo una imagen que a pesar de no ser tan activa desde el punto de vista dramático, poetiza la realidad, o en las escenas de Jo negociando con su editor. Gerwig intenta deshacerse de los clichés de película de época, a través de los diálogos que buscan ser contemporáneos pero que resultan un tanto forzados (como ese de Amy con Laurie al inicio del filme) o la introducción de costumbres actuales al pasado, como cuando dos personajes juegan Ninja en segundo término. Esto, por ejemplo, Sofía Coppola (otra cineasta que hubiera sido otra super buena candidata para hacer esta adaptación) sí lo logró perfectamente en Marie Antoinette (imposible olvidarse de aquel zapato coverse intruso entre los tacones de la reina). 




En Mujercitas, la guerra (tema principal en la literatura universal, es decir, masculina), sucede fuera de cuadro, el padre (esa figura masculina arquetípica predominante)  en este caso está ausente, mientras la trama se centra en la casa, donde las mujeres, más que proponerse grandes objetivos y/o aventuras, esperan. Esperan a que pase (o no) la enfermedad. A que la estación cambie. A que llegue el padre. A casarse.  
Quizá el mayor acierto de Gerwig haya sido su apuesta por crear una analogía entre los alter-egos Jo March y May Alcott, a quienes obviamente asocia consigo misma, empezando por escoger como actriz protagónica a quien fue su alterego, Saoirse Ronan  (es inevitable no ver en la historia de Jo a Lady Bird, o en otras palabras, Jo podría ser una Lady Bird de 1800) . Incómoda del destino predecible que según Greta Gerwig (una mujer del siglo xxi) Alcott dio a sus personajes (todas encuentran su sentido en el matrimonio, en el amor romántico) Gerwig intenta justificarla sugiriendo, y de cierta forma hasta inventando, que esas decisiones dramáticas Alcott las tomaba como única salida para poder publicar. Gerwig nos muestra a una Jo que no tiene escapatoria, que está entre la espada y la pared, con un editor que abusa de su poder, condicionándole a casar a sus personajes para publicarla. Aunque por supuesto esto tiene mucho de cierto, también es cierto que Louisa May Alcott no escribió Mujercitas con la intención de hacer un retrato intimista de su familia, sino porque su editor le pidió por encargo, apostándole, precisamente a lo contrario de lo que muestra el segundo film de Gerwig, a vender a un público femenino. Greta Gerwig se da la licencia de cambiar el final, otorgándole a Jo March el final de May Alcott (Porque hay que mencionar que aunque Jo termiana casada, Alcott nunca lo hizo) y sugiriendo que el matrimonio de Jo con el profesor (ese personaje tan del mundo Gerwig/Baumbach, parodia del intelectual, que funciona como una especie de hipster victoriano) es solo un recurso desesperado de la escritora para poder ver la luz de su novela. Pero  ¿Por qué justificarla? ¿Por qué ver como inferior el hecho de que una mujer quiera casarse? ¿Por qué ver como inferior el hecho de que una mujer escriba sobre el amor, sobre relaciones, sobre matrimonios? ¿No era esa, precisamente, la vida de las mujeres, sobre todo en 1800? ¿Mirar esas temáticas como inferiores no es de cierta forma mirarlas como las mira un hombre? ¿Por qué el amor romántico y los líos domésticos significan menos que las historias de guerra, las historias de terror o los ensayos filósoficos? Y sobre todo, significan menos cuando las escribe una mujer. Porque no recuerdo a nadie cuestionando a Flaubert el haber escrito una novela sobre pasiones y amor romántico.  

 

Tras reflexionar y preguntar a sus amigos sobre la imagen que se les viene a la mente cuando piensan en una mujer escribiendo, y darse cuenta de que no existe una imagen que represente a las escritoras, Ursula Le Guin descubrió que su figura/imagen/idea de “la escritora” había nacido a partir del personaje de Jo March. Y es por eso que Jo es un personaje tan recordado y apreciado por varias intelectuales, desde Patti Smith hasta De Beauvoir. Y es que  Jo es una mujer que escribe. Y no solo eso, Jo March gana dinero con su escritura. Es conocido que a lo largo de la historia, a las mujeres siempre les ha resultado difícil ganar dinero por su trabajo (empezando porque la mayoría de veces las labores realizadas por mujeres han sido gratuitas), más aún en una época en la que las mujeres ni siquiera eran consideradas hábiles para otras labores que no sean las del hogar. Pero Jo se “atreve” a escribir, y no conforme,  se “atreve” a cobrar por sus libros. Jo negocia con hombres. Se enfrenta a ellos y a la institución. 

Y es así como, a diferencia de las otras adaptaciones de la novela, Gerwig decide empezar su película: con una Jo, todavía algo insegura, intentando vender sus textos a un hombre. Sin embargo, esta Jo "empoderada" tampoco es del todo valorada. Cuando en un pasaje de la novela Jo publica por primera vez un texto en un periódico, la familia March organiza un agasajo para celebrarle, “Pues esta gente tontita y cariñosa hacía de cada alegría doméstica una celebración” escribe May Alcott, rebajando el logro de su personaje escritora a una “nimiedad doméstica”, como dice Le Guin.    

Mujercitas es una historia sobre crecer, sobre dejar la niñez, sobre la hermandad, pero sobre todo, es una historia de una mujer que resiste. Que a pesar de la muerte y de la adversidad, se aferra al sueño. Que escribe a pesar de un editor que le pide cambiar pasajes, a pesar de las críticas “intelectuales” de su colega letrado, a pesar de que sus hermanas queman sus textos ( y rebajan este crimen a una travesura de niñas).  Es la historia de una mujer que no duerme para escribir. Porque al igual que May Alcott, Jo March escribía casi a escondidas, en una bohardilla, sobre lo que alguna vez fue un asadero. Escribía sobre eso que nadie consideraba importante, sobre las mujeres y su cotidianidad, sobre el mundo doméstico. Escribía para saberse viva, para comprobar que existía, o, en otras palabras, escribía para existir. En un mundo en el que nadie nos nombraba a las mujeres, quizá Louisa May Alcott haya empezado a hacerlo. A ella le debemos el habernos regalado una de las primeras imágenes de una mujer escritora, el haber retratado lo doméstico como un tema literario. El haber creado unas hermanas con las que, estoy segura, casi todas las mujeres nos hemos identificado.Y a Greta Gerwig, el haber conferido a esta novela la importancia que se merece, llevándola al cine, y subrrayando, a pesar de todo, la faceta de la Jo escritora. O más que eso, analizando sobre lo que para una mujer implica escribir.
Quizá por eso la mejor parte del filme de Greta Gerwig se resume en un diálogo.
"¿A quién le interesaría una historia sobre riñas domésticas y alegrías?” Se pregunta Jo, refiriéndose a su propia obra. Entonces Amy,  a quien se pensaba inocentemente como la más superficial de las hermanas, quizá justamente por el prejuicio de subvalorar a la mujer romántica, responde:  “Quizá no parezca importante porque la gente no escribe acerca de ellas.” Tal vez antes de Louisa May Alcott, nadie se había propuesto narrar esos mundos femeninos. A nadie le habían parecido dignas de ser contadas esas historias mínimas, esas historias de mujercitas.

(Periódico Ochoymedio) 

miércoles, 30 de octubre de 2019

Primer día de clases





Tenía tres años y las guarderías me causaban una mezcla de terror y náusea, depresión y vacío existencial. Me acuerdo clarito de mi lonchera azul, del termo con tapa roja; la ilusión y la angustia de mi primer día en Pre-Kinder. 
Cris, mira los juguetes, mira qué linda la escuelita, insistía mi mamá, pero sus palabras causaban el efecto inverso. Mientras más me lo decía, más terrorífico me parecía ese universo de colores. ¿Quiénes eran esas personas ajenas con las que me abandonaban? Cuando mi mamá se iba, yo no me quedaba solamente llorando, no.  Yo gritaba hasta ponerme azul. Mordía a las “tías”. Pateaba donde podía. El clímax sucedió una mañana en la que, después de un cuadro en el que seguramente escupí a la profesora o algo parecido, me llevaron castigada a la oficina de la Señora Rectora. Ella me miraba con severidad. Entonces, sin saberlo, realicé mi primer acto heroíco y anarquista, a los tres años. Vomité sobre su escritorio, como propuesta revolucionaria. Y esa fue mi venganza adelantada al sistema educativo. Supongo que fui expulsada. 
Después de pasar por varias apuestas de educación alternativa, decidí quedarme en la más tradicional. La belleza de una señorita maestra que había sido Reina de Quito derrocó a cualquier pedagogía humanista. No me importó la educación Montessori, la cabellera de la chica que a mis ojos parecía un Hada, hizo que me quedara, al fin,  en el Pre- Kinder.

Miento si diría que no quiero que mi hijo Lucas vaya a la guardería. De hecho, me he sentido culpable al escuchar a las otras mamás cuando dicen que si pudieran nunca les mandarían a sus hijos al colegio…  que es una suerte pasar con ellos todo el día. La mayoría de mamás suelen encontrar justificación en que escolarizar a sus hijos es la única salida para poder trabajar, es decir, mientras haya dinero de por medio, están perdonadas. Pero mi razón personal no es solo económica,  es que necesito tiempo para mi ¿suena agresivo, no?. Después de pasar dos años y medio en la casa, jugando, lavando platos, trabajando cuando él duerme, he perdido un poco el sentido del tiempo, de mi misma; me he convertido en un ser fusionado cuyo mejor traje es la pijama. Ya no sé como es el mundo, ni como soy yo… Extraño conversar con otro adulto, trabajar en oficina, salir a una reunión de lo que sea. Pero cuando salgo, le extraño a él. Entonces cuando al fin decidimos que a partir de este año el Lucas irá a la escuelita, no pienso en el tiempo que añoraba y al fin tendré, sino en el abismo.

Nuestras “rutinas” familiares son "especiales" por no decir otra cosa.  Lucas baila Rock con el papá hasta tarde, le bañamos en las mañanas, no escucha La Vaca Lola sino Queen, y en vez de jugar con cubos de madera habla con sus amigos imaginarios con un celular que ya no sirve;  entonces, justo cuando conoce a su profe Waldorf, me pregunta, “¿dónde está mi celular?”. Si va a entrar a la Guarde habrá que ordenar nuestras vidas. Ponemos nuevos horarios. Le doy la cena a las seis, después preparo el baño, y él, como si quisiera acolitarme, lo hace todo al pie de la letra. Mientras le baño, ya estoy llorando. El tiempo se encoge. Veo el día en que entré al quirófano temblando, lo veo tomando teta por pimera vez, como un cachorro; veo las montañas en las que le conté a mi madre de mi embarazo, y ahora mi niño va a la escuela. Tengo pesadillas. Estoy a punto de pedir que me devuelvan el dinero. Al otro día nos levantamos tempranito, él está feliz, le pongo su mochilita de dinosaurios, casi no alcanza a llevarla, tomamos una foto forzada, él  finge una sonrisa mostrando los dientes. 

Cuando llegamos a su escuela, mira todo con atención. Contra todo pronóstico, no llora. Solo observa. Cuando le digo que ahora se quedará con su profe, me dice que sí, y me da un beso. Mientras nos vamos, ve para otro lado. Se hace el valiente. Y sí, la que llora soy yo, lloro porque entiendo que a partir de hoy se abre otro mundo, un universo paralelo en el que el Lucas hace experiencias de las que yo ya no soy parte. El bebé que abrazo por las noches es el niño que en las mañanas suelta mi seno y va hacia la aventura, hacia eso que, aunque me duela el corazón, solo le pertenece a él. 

Ilustración: Mario Salvador

(Mundo Diners) 

domingo, 29 de septiembre de 2019

Mapas mentales



 


Mi ojo izquiedo ve muy poco. No sé por qué, pero siempre lo he pensado como una raíz sombría conectada al inconsciente. También lo he comparado con el lado oscuro de la Luna. Hace unos días tuve que hacerme varios exámenes de rutina, para lo que me pusieron unos colirios fuertes que prácticamente me dejaron ciega el día entero. No ver. Ver sombras. Ver con los ojos cerrados. Entre esas tinieblas sutiles, recordé una frase que el pintor italiano Amadeo Modigliani le dijo a su amada: “¿Qué mira un ciego?”. Después me sumí en la enoñación y los colores reconociendo en mis huesos el cansancio. Estaba frustrada. Me habían contratado para escribir una obra de teatro y al final se habían echado para atrás, dejándome sin dinero y con más de cien páginas que yo no había pedido escribir; por otro lado, el contrato que estaba apunto de firmar para vender un guión que llevaba años escribiendo, se había desecho de una manera surreal. Cuando estaba a punto de cerrar el trato, el productor se había arrepentido, alegando, entre otras cosas, que “su estómago no lo sentía”. ¿Por qué y para qué había escrito esas historias? ¿Para guardarlas en el cajón? Con la romántica y obstinada idea de que la vida es un puzzle cuyas piezas se van completando y no una película de Lucrecia Martel, buscaba señales. Sacaba el Tárot una y otra vez. Los Arcanos hablaban pero yo no sabía descifrarlos. El que más se repetía era El Diablo. La carta que habla de los deseos ocultos, de los negocios turbios, de la creatividad sensual . ¿Pero qué tenía que ver eso con mi experiencia? Todavía no lo entendía. Una señal, es todo lo que necesitaba. Le dije a un amigo que me recomendara una lectura, quizá ahí encontraría una respuesta. Quería leer algo como un pastel de chocolate pero también como un revolver. Algo que me hiciera llorar y que me devolviera las ganas de escribir. Mi
amigo me dio su lista. Yo había escuchado a Patti Smith cantando “Gloria” y la había bailado sola, imaginanado su delirio, pensándola elevada o salvajemente lúcida. Luego la vi en “Rolling Thunder Revue” el documental sobre Bob Dylan, y la amé otra vez. Esta man es voladísima, pensé. Y aunque la droga de Patti no es otra que el café, apenas abrí Éramos unos niños, encontré lo que buscaba: un cocktel de estrellas. Una adolescente que llega a Nueva York sin dinero y con un ejemplar de Iluminaciones, de Rimbaud. Que come pan con lechuga y mira el cielo. Había en su historia algo salvaje que me recordaba a la figura de la vagabunda o la peregrina. La libertad, el compromiso, no con la vida sino con el Arte; su relación con Robert Mapplethorpe me recordó a un período de mi adolescencia en el que no importaba nada más que lo que estaba escrito en los libros. Cómo convertían su piso o las habitaciones de hotel en teatros con objetos encontrados y poemas siempre a medias. Robert le dice a Patti: “nadie mira como nosotros”. ¿Qué mira un ciego? Imaginaba mi ojo izquierdo como un puente. Pero, ¿ las páginas escritas y olvidadas? ¿Cuál era el sentido de haber trabajado tanto sin tener resultado? ¿Qué tenía que aprender de esa experiencia?. Esas preguntas
todavía eran piedras molestando en los zapatos. Visité a un amigo del pasado. Me enseñó su película que había hecho con harto corazón y poco dinero. Cuando acabé de verla subimos a la terraza y compartimos un cigarrillo. Nos quedamos conversando hasta la madrugada. Le conté sobre mi rompecabezas inconcluso y él me lazó el anzuelo final. Entendí que sin darme cuenta, había estado buscando en el lugar incorrecto, relacionándome con la gente incorrecta. Ver con el corazón, elegir con el corazón, parecería fácil pero no lo es... La trampa siempre está. Entendí que al invertir tanta energía en gente equivocada, estaba esperdidicando lo que de verdad quería hacer. Pensé otra vez en Patti. Entendí que no solo me había identificado con ella porque me gusta el café, y Murakami, porque yo también me sacó las cartas del Tarot para entender la vida; lo que me había cautivado de su universo era su corazón, o su mirada, su capacidad de ver lo invisible. Su vida se había regido por causas inútiles; no había viajado para conocer ciudades sino siguiendo los pasos de sus héroes desaparecidos: Mishima, Jim Morrison o Genet. Cerré los ojos. Agradecí el encuentro con mi amigo. El hallazgo de estos libros. Agradecí que todavía puedo ver con los ojos cerrados.


(Mundo Diners)

miércoles, 7 de agosto de 2019

Romanticismo y Fracaso

Algunos hablan del futuro
Pero mi amor habla suavemente
Porque no hay mayor éxito que el fracaso
Y el fracaso no es ningún éxito
-Bob Dylan

Los poetas no termian sus poemas, 
los abandonan
-Paul Valéry 



El uno era robusto, el otro flaco. El uno prefería el café, el otro el té de manzanilla. El uno tomaba vino, el otro agua. El uno era bueno en matemáticas, el otro en sociales. Digamos que el uno, el artista, se llamaba Z, y digamos que el otro, el robusto, el pragmático, se llamaba AZ había leído muchísimo (tal vez demasiado) y soñaba con ser escritor, pero cuando le preguntaban por sus propios textos, decía, un poco para hacerse el interesante y un poco en serio, que el mejor escritor jamás escribe, o escribe mentalmente. A le admiraba en silencio y después de que Z  leyera en voz alta pasajes de libros que A jamás había escuchado, se iba a la biblioteca y averiguaba sobre las teorías y los autores de los que su amigo hablaba.
 

Pasaron los años.  Z, al que no le importaba el tiempo, se dejó llevar por su flujo. En cambio A se convirtió en un escritor famoso. Le invitaban a congresos, viajaba a Ferias del Libro, firmaba autógrafos. Mientras más resonaba el nombre de A, Z se hacía invisible. Por muchos intentos de orden, su naturaleza le devolvía al caos. Había confundido ciudades con pieles, amores con resacas, se había perdido en el mapa estelar de su vida, ese que él mismo había trazado y alguna vez fue una espiral perfecta. Su barba había crecido y ya casi no tenía amigos. Tampoco tenía dinero ni trabajo. Pero su mente seguía intacta, como una ecuación escondida en la arena. Se había transformado en una estrella lejana, tal vez más brillante que cualquiera, pero a la que nadie observaba. Muchos de sus amigos del pasado se preguntaban qué había pasado con esa luz que en la adolescencia prometía una explosión, pero lo cierto es que su lema pasado paracía haberse hecho realidad: era un falso escritor, un "escritor" sin libro.  Aunque escribía en su cabeza, su “obra” no existía. Y tal vez su vida tampoco, porque más que una persona parecía un fantasma. A Z le gustaban las cafeterías y los aeropuertos porque eran lugares en los que la gente estaba pero no estaba. A veces iba a las salas de embarque aunque no tenía ningún viaje, y otras, se instalaba en alguna cafetería e iba cambiando de mesa durante el día entero. Ahí miraba pájaros y vagabundos y escribía en servilletas que luego olvidaba. A veces sentía que sus ideas se desprendían de su cerebro (o de las servilletas) y volaban, dispersas, por el aire, como pedazos de cristal o mariposas. Entonces alguien, por lo general A, las encontraba, y luego Z se enteraba en la radio, una mañana cualquiera, que alguien, por lo general A, se había hecho millonario gracias a una idea que había llegado a él, volando desde el cielo.
 

Registra tus ideas, ponles tu firma, valora tu tabajo, le decían con fercuencia a Z, pero él no sabía hacer trámites, y sobre todo, sospechaba que al empezar a cobrar por sus relatos se le acabarían las ganas de escribir, igual que a los amantes se les acaba el deseo cuando formalizan su relación. A había pensado que si Z no hacía nada con sus ideas, incluso era irresponsable dejarlas morir. Ese pensamiento le liberaba de la culpa cada vez que alguien le felicitaba por sus libros.
 

Alguna vez Z había sospechado que A le había traicionado, pero en seguida había llegado a la conclusión de que el único traidor era él mismo. A un un paso de poner el último ladrillo, la torre se desmoronaba, quizá por una falla de raíz, pensaba Z, todo parecía sólido pero no era así, había una piecita, muy pequeña pero imprescindible, que tambaleaba y terminaba por destruirlo todo. Pero no era así, ninguna pieza fallaba, lo que en realidad pasaba era que algo, muy adentro suyo, quizá su sombra, no quería que terminase nada. Cuando estaba a punto de poner el punto final, otra idea le coqueteaba, entonces Z abandonaba su posible libro y miraba a su nuevo proyecto igual que Orfeo regresa a ver atrás y pierde para siempre a Eurídice. 

Le decían perdedor, perdido, loco. Pero en el fondo de su corazón, que a veces se parecía a una laguna profunda y oscura, estaba escondido su libro, ese que nunca escribiría, tal vez porque sabía que empezar a nombrarlo era empezar a perderlo.

(Mundo Diners)

miércoles, 22 de mayo de 2019

Instrucciones para escribir (o bailar) en la cabeza





Recuerdo a  mi madre tocando la flauta traversa en el baño. La veo a lo lejos, envuelta en humo de cigarrillo, mirándose en el espejo y tocando. Podía haber ido a la sala o a su cuarto, pero prefería acomodarse en ese baño de azulejos celestes, el baño de visitas, con su atril, sus partituras y un cenicero. Quizá era el único lugar que sentía propio.
Escribo en un estudio que comparto con el Mario. Muchas veces imagino (o siento) que escribo en la cocina. Tal vez porque en nuestra anterior casa así lo hacía, y no porque no tuviera otro espacio, sino porque lo sentía más cálido, y porque me sentía cómoda con la posibilidad de un café cerca. Ahora, aunque escribo en un lugar supuestamente destinado solamente al trabajo de escritorio, el mundo doméstico no me abandona, tal vez porque en esta habitación “propia”, que no es tan propia porque en el matrimonio casi nada lo es, la puerta no puede estar cerrada por mucho tiempo. Si tardo mucho, el Lucas da golpecitos y grita “¡Mamá!”. Entonces debo interrumpir mis textos y salir a buscarlo. Otras veces me llama la olla del arroz, que está a punto de quemarse. 
Cuando me dicen que aproveche el tiempo y salga a tomar un café o a conversar con amigas, prefiero invertirlo en buscar un lugar para escribir. Después de hacer un recorrido por el barrio con mi computadora en mano y probar cada tipo de café, llegó a la conclusión de que la biblioteca es el mejor lugar, no tiene música a todo volumen, está rodeada de libros. Hago chasquear mi teclado "Genius" bajo la solemne pintura de tres hombres blancos letrados. No pasa mucho tiempo hasta que un joven me interrumpe, no se puede concentrar con el escándalo de mi teclado comprado en almacén chino. Como es un muchacho ilustrado, educado y leído, me propone una solución y él mismo me acomoda en una cabina personalizada. Ni el sonido de una mosca. Abro mi texto, las palabras fluyen, pienso que si alguna vez muero y voy al cielo, iría a una biblioteca. Pero luego veo el reloj y entiendo que debo volver a casa. Decido que lo mejor será esperar a la noche, escribir cuando todos duerman. García Márquez dijo alguna vez que no existe mejor sueño que “escribir sin que nadie joda”. A veces parece tarea imposible. 

Recuerdo el “despacho” de mi abuelo materno. Tenía una plaquita verde que decía “Miguel Ángel Varea Terán”. Vagamente recuerdo el olor de sus libros, la textura de su escritorio de madera.  ¿Y mi abuela? A ella la recuerdo leyendo, pero jamás en un “despacho”, jamás en una habitación propia, jamás como una actividad seria, sino como parte de la cotidianidad. Mientras mi abuelo trabajaba en cosas “serias”, ella hablaba con las plantas, miraba paisajes desde la ventana, cuidaba a los hijos, a los perros y a los nietos, preparaba té con hojas de cedrón que arrancaba de un árbol, les daba de comer a los pájaros y les contaba sus sueños, tomaba café acompañada de su radio portátil. De cuando en cuando, ella se refugiaba en “el cuarto chiquito”, una habitación minúscula que estaba destinada a los huéspedes. Mi mamá me cuenta que se metía ahí como huyendo de la cotidianidad, del marido, de los hijos. Recuerdo también el estudio de mi abuelo paterno, con botellas de champaña y chocolates que escondía en un cajón. Mi abuela paterna tampoco tenía un despacho, tal vez tenía despecho, había acabado la universidad, que para su época era bastante, pero después de casarse ya no pudo ejercer su carrera: los hijos vinieron uno después de otro. Jamás tuvo una “habitación propia”.
Mi padre tocaba la guitarra en la sala. Mi madre tocaba la flauta traversa en el baño. Yo odiaba el sonido de la flauta. Lo que ella amaba era una amenaza para mí. ¿Sentía lo mismo que siente mi hijo cuando me ve escribir? ¿Será que los hijos nos ponemos celosos de esas actividades porque sabemos que nos excluyen? ¿Sabemos que, en esos momentos, las madres dejan por un ratito de ser madres y se van a un lugar muy íntimo? ¿Será ese lugar la habitación propia?
  
Pienso en Virginia Woolf preguntándose dónde y cómo debía (o podía) escribir una mujer; preguntándose en qué imagen le correspondía a una escritora. Amo imaginar a su pescadora/escritora cazando ideas con un fino anzuelo en lago de la consciencia. Pero tampoco puedo evitar pensar que a Virginia Woolf una tía le heredó una pensión vitalicia de por vida. Y que no tenía hijos y sí empleados y empleadas. Luego pienso en Anaïs Nin escribiendo sus diarios a escondidas, pensando en qué hacer para publicarle los libros a Henry Miller,  negándose a tener una hija porque quería vivir tan solo como amante y artista, y la maternidad representaba una amenaza contra esas dos figuras; pienso en Sor Juana Inés de la Cruz huyendo a un convento para poder escribir en paz, luego me acuerdo de que mi prima me contó que su abuelita, la gran Alicia Yánez Cossio, solía escribir encerrada en el clóset. También pienso, no sé por qué, en  Isabel Allende, en que fue de las pocas mujeres que escribieron en la época del boom pero nadie la consiedra, jamás, como parte del boom, ¿será el precio que debe pagar por ser exitosa y ser mujer? ¿o será que de verdad es mala mala? no sé, no he leído sus libros, tal vez porque "escritores serios" me han dicho que son malos.  Pienso en Simone de Beauvoir negándose a la maternidad para poder conservar su labor intelectual. Pienso en Jean Austen escribiendo sus novelas en la sala de estar, en todas esas mujeres que tuvieron que decir que eran hombres para poder escribir, como Mary Ann Evans (George Eliot) o las hermanas Bronte, o  Colette,  en Mary Shelly firmando Frankenstein con el nombre de su marido, en Louisa May Alcott escribiendo en la cocina. Leí Mujercitas por obligación en la escuela y la verdad ya casi no me acuerdo, pero la imagen de May Alcott escribiendo en la cocina no se me borra. Amo esa imagen. Y no sé por qué también me lleva a pensar en Sylvia Plath, que sí tuvo dos hijos, suicidándose en la cocina. No es que soy devota de Plath pero esa imagen siempre me persigue un poco, una mujer, una escritora, metiendo su cabeza en el horno en uno de los inviernos más fríos. No sé por qué, esta escena me recuerda un poco a esa esposa triste de Las Horas interpretada por Julianne Moore, que está leyendo a Woolf y contiene sus lágrimas mientras hace un pastel para el cumpleaños de su marido. Hace un pastel en la cocina.  Esa cocina en el que lo doméstico y lo intelectual confluyen y luego se estrellan, la cocina como el corazón de la casa, el pan, el horno, el fuego, y después esa misma cocina como escenario de muerte.  

“Seré franco… una mujer no debe escribir, no haga libros; traiga niños al mundo”, le dijeron a Aurora Dudevant, quien tuvo que usar el seudónimo de George Sand para poder publicar. Leí que en la Edad Media había un proverbio que decía en latín: “Aut liberi aut libri”, que significa “hijos o libros”. Y que eso es lo que se les imponía a las mujeres, que elijan. Lo uno o lo otro, las dos cosas, jamás.  Y las mujeres que optamos por ambas cosas, ¿qué?

El otro día un amigo me preguntó si estaba escribiendo algo,  le dije que sí y se ilusionó,  pero cuando le conté que era algo relacionado a mi maternidad pude ver el desencanto en su rostro. Me acordé que no solo él piensa que todo lo relacionado al cuerpo femenino no merece ser narrado. No es interesante hablar de menstruación, de menopausia, de partos ni de hijos. Hélène Cixous hablaba de la "escritura blanca", escribir con la leche materna, decía. Me gusta esa idea porque incluye el cuerpo femenino, el cuerpo materno, ese que ha sido excluido de los grandes temas de la literatura universal. Me acuerdo de un gran texto que escribió la Gaby Paz y Miño para Nido Parlante en el que se describía a si misma escribiendo en pijama, rodeada de tazas de café, y no como la imagen romántica del genio escritor en su despacho sin interrupciones.
Aprender a escribir con interrupciones. Escribir sin pretender que lo doméstico no exista. Tener la capacidad de desdoblarse. Ser un millón de mujeres. Quizá sea muy romántico pero me gusta pensarme como araña, como mujer doble, triple, capaz de escalar la conciencia mientras preparo café.  Ser madre que escribe es eso, aprender a escribir mientras se cocina, mientras se lleva al hijo de la mano al parque, mientras se lava los platos. Pienso automáticamente, inconscientemente, en Alicia Alonso. Leí en alguna parte que cuando se quedó ciega aprendió a bailar en su cabeza. Bailar en la cabeza, escribir en la cabeza. Se parece un poco a esa libertad de la que escribió Ursula Le Guin que implica saberse autónoma el momento en que se escribe, así dure poco.  De alguna manera, una especie de resistencia. Por eso no quita que también se deba aprender a encontrar un tiempo a solas. Un tiempo sin interrupciones. Tiempo para escribir y nada más que escribir. También es legítimo. También es posible y necesario. Porque si encontramos tiempo para hacer tareas domésticas o trabajar en algo más, seguro existe también tiempo para escribir, lo que pasa es que  no siempre creemos merecerlo, porque a las mujeres que no tienen hijos les han dicho que escribir es cosa de hombres, y a las que si tenemos hijos nos han dicho que si ya elegimos parir, mejor nos olvidemos de escribir.
 
Termino este texto en la noche, mientras mi hijo y mi esposo duermen. No lo veo, para nada, como un acto heroico o sacrificado, de hecho, lo siento un privilegio. Reconozco que para mi hay algo de bello en eso de escribir mientras los demás duermen. A veces tengo que detener mi actividad, regresar a la cama y darle la teta a mi hijo, hasta que se duerma otra vez. Tampoco considero esa interrupción como una traba, porque cuando después vuelvo, despacito, a mi computadora,  ya no veo este texto con los mismos ojos, porque mientras he estado amamantando a mi hijo he pensado en cosas, he visto estas mismas palabras con los ojos cerrados. He pensado en las mujeres escribiendo en el clóset, en la cocina, en la cabeza, en el convento, escribiendo con traje de hombre. He honrado sus fantasmas y he recordado con devoción sus plegarias, reescribir el cuerpo, como pedía Woolf, reecribir el mundo, como pedía Le Guin. Entonces he regresado, despacito a este escritorio, a esta habitación propia bella e interrumpida,  para entender que las mujeres que queremos escribir necesitamos entender que el tiempo para escribir nos pertenece, y también, un poco, aprender a bailar en la cabeza.

Clímax: sangre, esperma, tiempo

 
Nacer es una oportunidad única
Una mujer agoniza en la nieve, sangre sobre el vacío, alaridos de dolor, Eric Satie. Después de esta desconcertante escena, lo que aparece en pantalla no son los créditos de cabecera, sino los de cola. Unos subtítulos a manera de dedicatoria: “A los que nos hicieron y ya no están” seguidos de otros que anuncian que la película que “acabamos de ver” (aunque ni siquiera hemos empezado a verla) está basada en hechos reales.  
Después del bajón de Love (2015), Gaspar Noé regresa con fuerza y se revindica con Clímax (2018) un viaje pesadillezco hacia el inconsciente o el Hades. Esta película cuenta la historia de un grupo de bailarines que en un invierno del 96, sin querer, toman LSD mezclado con sangría. Lo que sucede es escalofriante.
La primera vez que vi una película de Gaspar Noé tenía 15 años. Irreversible era un nombre que sonaba entre los pequeños círculos artísticos intelectuales. Yo lo único que sabía es que era“cine independiente” y había que verla. Entonces, en la inocencia de mi adolescencia, alquilé el VHS en un video club, preparé canguil, y convoqué a la familia entera. Ya se imaginarán las caras de todos cuando empezó la escena de la violación en plano secuencia. Obviamente la proyección fue suspendida, y a nadie le dio ganas de seguir comiendo el canguil.
Supongo que si Gaspar Noé hubiera presenciado este momento se hubiera regocijado. Porque si hay algo seguro es que él busca herir a ese espectador cómodo y “canguilero”. Más de quince años después, volví a hacer canguil para ver otra película de Noé, Clímax. Por supuesto, recibí el merecido castigo. A los 30 minutos quería apagarla (y lo hubiera hecho de no ser porque tenía que escribir este artículo). 
Desde sus primeros cortos, Gaspar Noé estableció un estilo propio en el que la violencia y el sexo eran los principales ingredientes. Un cine carnal, ultra-violento y despiadado que muestra sin eufemismos ni elipsis, lo que nadie quiere o, mejor dicho, puede ver. Porque resultaría insoportable.  
Por ahí en el 2000, mientras trabajaba en la preproducción de Enter the void (2009), Gaspar decide filmar algo más sencillo. Con un guión de 3 páginas rueda Irreversible sin sospechar el éxito que le traería. Con esta película se convirtió en otro niño mimado de Cannes. Quizá por primera vez se veían escenas tan explícitas en tiempo real. La actuación y la puesta en escena de corte completamente realista hacía que el espectador, al menos por un momento, viva la película en carne propia. Daba la sensación de estar ahí, en medio de ese túnel rojo, siendo testigo de una violación. Además del recurso, en ese tiempo innovador, de contar la historia al revés. Y las escenas de Monica Belucci en el patio con sus posibles hijos y Beethoven de fondo, dolían más que la misma escena de la violación, porque eran como un cruel reflejo de lo que no pudo ser. Estaba claro que ahí había un autor. En Enter the Void (2009) Noé explora un punto de vista jamás pensado, el de un muerto. Inspirado en por el libro de Bardo Thödol, El libro tibetano de los Muertos,  el que es una guía para que los moribundos aprendan a moverse en el plano astral, el franco argentino muestra una ciudad bizarra vista desde arriba, desde los ojos de alguien que ya no existe. Lleva al espectador hacia un viaje espiritual que dura nada menos que dos horas y más.
Esperé con ansias Love (2015), su siguiente película que prometía pornografía en 3D, pero la encontré falsa e incluso aburrida. Está claro que este “enfant terrible” quiere incomodar. Pero a veces que lo que incomoda no es necesariamente lo que muestra, sino precisa y paradójicamente, sus ganas de incomodar. Eso que suele llamarse “marca de autor” por momentos corre el riesgo de convertirse en arrogancia narrativa. Incluso da la sensación de que solo le faltaría poner un letrero que diga “si no les queda claro, hago cine independiente”. Me pregunto entonces, si es que hay un momento muy delicado en el que estos recursos innovadores dejan de ser necesarios y más bien se convierten en el reflejo de un enorme ego. Pero bueno, así es Gaspar Noé, un genio, claro.
Con Love, Noé se propuso “eyacularle en la cara al espectador”, pero ni así consiguió hablar de esa compleja relación Eros-Thanatos que irónicamente en sus otras películas sí está presente. Love no es una historia escrita con “esperma y sangre”, porque las historias de esperma y sangre suelen haber deseo. Y aquí, tras el bombardeo de imágenes explícitas que abruman, no por su contenido sexual como hubiera querido Noé sino por su sobrenarración, el deseo parece exluído. O al menos, el deseo femenino. Porque Electra es un personaje construido desde el cliché, desde la fantasía estereotipada masculina, tanto en el plano físico como en la caracterización. Sin embargo se rescata algo interesante pero que apenas está esbozado, y es la idea de que el deseo muere cuando aparece el amor.   
Con Clímax regresa esa fuerza narrativa brutal. La banda sonora fluctúa entre música electrónica, en su mayoría francesa, de los 80s y 90s tipo Daft Punk, una versión distorsionada de Erik Satie hasta Los Rolling Stones. Pero su mayor acierto es sumergir al espectador en una marea de sensaciones que si bien no son nada positivas, hacen vibrar, incluso al punto del terror. Porque si con Irreversible y Enter the void logró impactar, con esta se llega a sentir no solo asco o desprecio, sino terror.
Esta sensación comieza con los planos secuencia tan bien logrados que siguen a Selva (Sofía Boutella) por la fiesta. Hay una danza maestra entre Noé y su director de fotografía Benoît Debie, que logran situar al espectador en un lugar invisible desde el que parece estar presente en la fiesta.
En una entrevista, Noé cuenta, orgulloso, de no dar la respuesta que cree que esperan de él, que dos de las escenas más bizarras y contemporáneas de Clímax (el intro de la nieve y las entrevistas a los bailarines) no le llevaron ningún esfuerzo, no le tomaron días de sudor frente a la pantalla, sino que fueron producto de un “brote de inspiración” en el rodaje. Mientras el crew almorzaba, preguntó si había un dron, llamó a la actriz y le pidió que se acostara en la nieve. Entonces supo que esa sería cronológicamente la escena final, pero la montaría al principio. Y es que el cine de Noé encuentra el sentido en la búsqueda más que en el resultado, su estilo está en la improvisicación. De hecho, el guión de Clímax tuvo 3 páginas y se rodó en 15 días. Decidió trabajar con no actores, con excepción de Sofía Boutella, quien más que actriz es modelo de Nike y el director le contactó a través de Instagram. 
Despacio, en pequeñas olas, sin darnos cuenta, hemos empezado el descenso al infierno. Los personajes bailan, beben sangría, Selva, que es a través de quien vemos un poco todo, se sienta al lado de otra chica, quien, acontecida se cuestiona sobre el aborto. Entonces intempestivamente aparece el primer letrero a lo Godard, con una frase densa, entre existencial y provida: “nacer es una oportunidad única”
Vivir es una imposibilidad colectiva
Cuando le preguntan a Noé en qué se inspiró para crear la película, él contesta, hecho el loco, que en las fiestas de los festivales de cine que son como bacanales modernas. Pero basta ver la escena en la que se encuentra al inicio del filme, en la que desde un televisor, los bailarines responden a preguntas sobre el baile, las drogas y la vida. Entre las cintas que se ven al costado del televisor están Suspiria de Dario Argento (cómo no iba a citarla, al fin y al cabo, las dos películas son historias de baile y horror) y Los 120 días de Sodoma (es clara la cita al infierno), entre otras.  
Gaspar Noé siempre amó el cine de Buñuel. Clímax, de hecho, podría ser una suerte de Ángel Exterminador gore. Porque comparte la misma estructura en la que varias personas (por lo general burguesas) quedan encerradas en un mismo lugar y sufren un viaje hacia la degeneración. De hecho, en este encierro las personas reproducen una pequeña sociedad. Y aquí queda clarísimo que se trata de Francia. Empezando por el letrero que pone, con ¿algo de ironía?: “Una película francesa y orgullosa de serlo”. Uno de los personajes negros dice, refiriéndose a la bandera de Francia gigante colgada en la sala de baile, que “no le gusta la decoración”, a lo que otro, negro también, sugiere tener sexo con una chica sobre la bandera. Esta academia de baile es una pequeña Francia con su diversidad, en la que negros, blancos, migrantes, homosexuales, conviven, pero sería falso decir que conviven armónicamente, respetando los famosos lemas: liberté, égalité y fraternité.
De hecho, hay intolerancia pura en estado latente, el racismo crece en silencio y explota en una de las escenas más densas, esa en la que varias personas negras rodean a una mujer blanca embarazada y la agreden hasta niveles absurdos. No hay lugar para una “convivencia armónica”. La tolerancia no existe. Vivir es una imposibilidad colectiva.
En la segunda parte de la película, después de los créditos de cabecera que están justo en el medio, la droga surte efecto y el caos se desata. Lo peor, cuando una madre encierra a su hijo pequeño en un cuarto con tensión de alto voltaje, donde lo más probable es que se electrocute. En este punto quiero apagar la película, se ha pasado de sádico. Odio a Gaspar Noé. Lo que sigue son imágenes infernales que recuerdan a pinturas como La nave de los locos, de El Bosco, o El Triunfo de La Muerte, de Brueghel. Un hombre con fuego en la cabeza, una mujer que se arrastra por el piso, los alaridos del niño que no entiende la crueldad de su madre, el odio de los negros que agreden a la mujer blanca a manera de venganza, y todo esto con esa luz de discoteca barata que recuerda a las películas de Argento y acentúa la sensación de pesadilla o infierno. Clímax también es un retrato de la angustia, porque es, en efecto, un clímax prolongado.
En este caso, es la droga la que borra esa capa de moral o “superyó” que mantenía un mínimo de “tolerancia”. La pregunta que cabe aquí es: ¿la droga altera los estados inherentes al ser, o más bien revela su verdadera esencia? Parecería que Noé se va por la segunda opción, concibe a la moral como falsa, ajena, es decir una “construcción cultural” que al caer, devela la pureza del ser humano, (“porque el hombre es un animal”) y claro, eso es violencia, pulsión, incesto. Un mundo en el que no existe diferencia entre el Bien y el Mal. La ausencia de Dios. Quizá esta idea se construye desde ese plano cenital tan característico de la película en el que se ve a los bailarines desde arriba, los muestra como una especie de torrre humana. Gaspar Noé ha afirmado esa imagen le recuerda a La Torre, ese arcano del Tarot de Marsella cuya historia está vinculada a la leyenda de la torre de Babel; cuando los hombres quisieron desafiar a Dios y él los castigó con el idioma. No hay comunicación posible. A pesar de estar juntos, los peronajes están solos. Sí, sí, vivir es una imposiblidad colectiva. 
Morir es una experiencia extraordinaria
Pero cuando recuerdo Enter the Void pienso que al fin y al cabo Noé no es tan nihilista. Después de la muerte, Óscar no se ha disuelto en la nada, no a pasado al desconcertante “no ser” sino que ha persistido, es decir, que Noé afirma, al menos por unas horas, la existencia de una consciencia ya sin cuerpo. Es decir que hay, en medio de la violencia, de la desesperanza y de la crueldad, un espíritu. Y esa también puede ser la causa de la belleza de algunas de sus imágenes, o si no. ¿Cómo se explica la escena de la nieve en Clímax, comparable a la escena de Belucci en el patio, en Irreversible? Gaspar Noé también es experto en construir momentos bellos. Hay algo en su obra que vibra en un registro más etéreo. Es Satie, es Beethoven, es la nieve, es la sangre, es el tiempo. Hay, en medio de la sangre, la concepción de algo etéreo, pero que no necesariamente implica una esperanza, sino lo contrario. Es el Destino/Tiempo el que determina la existencia humana. Lo que estableció de manera más evidente en Irreversible al contar la historia de atrás hacia delante acentuando la idea de que más que un Dios, es el Tiempo el que determina el destino de los seres humanos en la tierra. “Porque el tiempo lo revela todo: lo bueno y lo malo”.  El Tiempo que es irreversible y que escribe la historia en los cuerpos. La danza, como el cine, es el arte del tiempo. Pero en la danza la herramienta directa es el cuerpo. Y un poco también podrían ser Eros (cuerpo) Thanatos (Tiempo). El cuerpo como vida, animalidad, carne, en contra posición a cierta sacralidad del tiempo vinculado a la muerte. Lo sagrado y lo mundano. No en vano uno de los personajes dice “¿Desde cuándo se mezcla Dios con la danza?”.  Y esto lo vemos con claridad en la imagen de Selva desesperada, bailando o convulsionando en el piso, en un intento desesperado por revelarse al tiempo, porque la ansiedad no es más que la imposibilidad de habitar el tiempo en armonía.
Gaspar Noé concibe al tiempo como un depredador salvaje, que ciego, teje el destino humano. En su mirada la presencia de una divinidad (en este caso el destino/tiempo) no es más que la confirmación de la más absoluta soledad.
 (Ochoymedio)