Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

lunes, 31 de octubre de 2011

Mi media noche en París...




...La película de Woody Allen fue una nave en la que regresé a París. París fue un barco en el que volví a mi adolescencia; mi adolescencia un tren en el que viajé otra vez a París. Este texto es una carrosa que hace un tour por Quito, París, Woody Allen, los libros, etc... todo esto para divagar un poco sobre la  ilusión... 






Woody Allen le dedica su última película a la nostalgia. Media noche en París cuenta la historia de Gil, un escritor estadounidense que al buscar inspiración en París se encuentra con una ciudad fría que ya no es el lugar que alguna vez acogió a los artistas; sin embargo, una noche al dar las doce, una carrosa lo lleva al pasado, donde se reune con las celebridades que admira, ahí encuentra a Adriana, amante de Picasso y Hemingway. Gil tiene una aventura con ella y una noche logran llegar, en la carrosa que atraviesa el tiempo, a la Belle Époque, época añorada por Adriana . Gil  quiere ir a los años 20, Adriana quiere estar el La Belle Époque, Lautrec en el Renacimiento. Nadie quiere lo que tiene. Así nos encontramos otra vez con la problemática que atraviesa casi todas las películas de Allen: la frustración que provoca el deseo, la manzana es deseada mientras sea prohibida, inalcanzable; sin embargo en las películas de Allen deja de ser sufrimiento cuando nos demuestra que en lo imposible radica la belleza. Woody filma a los fantasmas; hace palpable lo invisible utilizando recursos simples y encantadores: magos, brujas o simplemente el descarado deus ex machina, son sus herramientas de predilección . Al igual que Tom Baxter en La rosa púrpura del Cairo, Gil viaja desde el mundo de las ideas hasta esta era posmoderna. En este caso son las doce campanadas las que llevan al escritor, como a la Cenicienta, a su propio París.

¡Gracias Woody! Otra vez pude encontrar eso que alguna vez fue parte de mi y que hoy es parte del olvido. Esta película me remitió a mi propia experiencia con París y lo que ese lugar (o esa palabra) significó alguna vez para mí.
En mi caso las doce campanadas también fueron los libros. Yo, al igual que Gil, quería encontrar en París a los personajes que descubrí en las páginas de los libros, tenía el mismo sueño que Gil, el mismo trillado sueño: pasar por las mismas calles que pasó Henry Miller, mendigar en los mismos lugares, emborracharme en los mismos bares, escuchar Charly Parker en una bohardilla en Montmartre, encontrar el Spleen de París al escribir en una máquina  oxidada, desgastar los zapatos en El Barrio Latino y llegar al Pont des Arts, donde una tarde lejana La Maga y Oliveira dieron muerte a un paraguas flaco. Ese lugar era mágico, todo podía pasar, ahí se había reunido Bretón con sus surrealistas, ahí  Buñuel y Dalí encontraron un perro andaluz y Jhony Carter perdía el saxo en el metro mientras desafiaba al tiempo.
Todos ellos, como diría Cortázar “andaban sin buscarse pero sabiendo que andaban para encontrarse”, y como yo también quise buscar lo mismo que ellos, o buscarlos a ellos, fui a París.
Pero como le pasó a Gil cuando deja a Hemingway en el bar y regresa a buscarlo,  me topé con un almacén de lavadoras en lugar de encontrar  el fantasma de Anaïs Nin. Lo que antes había sido un lugar único, hoy era un lugar común...
Hallé una ciudad ajena, llena de gringos, en el Pont des Arts no estaba Oliveira sino una plaga de vendedores ambulantes, París era otro, ni la sombra de lo que fue en mi imaginación, sin embargo una noche en el mismo Pont des Arts nos encontramos a un viejo ebrio que cantaba Bob Dylan, la luna llena brillaba en el Sena y poco a poco nos calentamos con un vodka, más tarde llegaron otros chicos que resultaron ser bomberos.  Les pompiers nos dieron más vodka y robaron un mueble viejo que llevamos a su casa. Mientras amanecía fumamos hash y cigarrillos de enrolar, tomamos más y más vodka… y pastisse. Enotnces, entre el humo y el alcohol  al fin encontré visos de esa realidad que había ido a buscar (obviamente el hash ayudó).

Como dice la película de Allen “todo tiempo pasado es mejor” , la perfección es inalcanzable y anhelarla es lo que resulta hermoso; la vida ofrece lugares ajenos que en el futuro serán objeto del deseo, momentos que no serán jamás los que esperábamos pero que son un hallazgo. De alguna manera el encuentro con el almacén de lavadoras, con el París de turistas, es un hallazgo genial que invita a la nostalgia, sin embargo, la memoria se confunde con el imaginario,  muchas veces lo que recordamos no es verdadero, y sin embargo es más real que nunca; es lo que pasa con los abuelos cuando alteran las anécdotas contando algo que jamás sucedió, los nietos los escuchan, y aunque saben que no es real, no los desmienten, pues escuchar su relato resulta más divertido que saber la verdad, es como si de alguna manera la belleza construyera la verdad; así, los abuelos inventan historias que con el tiempo resultan ciertas, pues aunque al principio todos saben que no sucedió, al final todos creen en ellas y pasan a ser parte de la leyenda familiar. De la misma manera mis imaginaciones se confundieron con mis recuerdos… y los superaron, pues cada vez que pienso en París no recuerdo La Torre Eiffel, ni siquiera el amanecer en el Sena con la canción de Dylan, cada vez que pienso en París recuedo (y esa es la palabra adecuada) a La Maga jugando con un gato entre la basura, a Miller haciendo esperar  un taxi, a todo eso que imaginé mientras leía encerrada en un piso de la diez de agosto.
Mientras pasaba las páginas tenía la certeza de que algo grande estaba por suceder,  pensar en eso me daba vértigo, la vida recién empezaba. La mayor nostalgia es la de extrañar el pasado en el que añoraba un futuro que no llegó, recuerdo que imaginaba lo que sucedería y mientras aprendía a fumar y leía, sólo quería que llegara el futuro. Hoy, que estoy en el futuro, deseo el pasado; me conformaría con el humo del cigarrillo y el olor de las páginas de los libros, aunque sé que el encanto de ese pasado está precisamente en el anhelo del futuro, ¡plop!, una cadena viciosa … En fin, creo que eso mismo es la vida, una ilusión de lo que ya no está o lo que vendrá, el deseo de ser como imaginamos y echar de menos lo que fuimos mientras nos consumimos en un presente impersonal, ajeno.


Lo triste no es que las cosas no salgan como una las imagina, lo verdaderamente triste es dejar de desear, perder la inocencia, botar la toalla, hacerse adulto, creer infructuosa la inutilidad.
Media noche en París sería una metáfora para hablar de la añoranza, de la ilusión: lo que importa no es la frustración de no acceder a lo imposible, sino abandonar el deseo de lo imposible. La felicidad es el instante del deseo, ese segundo en que imaginamos la perfección....
La ilusión, que es el motor necesario para vivir y para crear, ha sido demolida en la era del hastío. Hoy ya todo fue creado y abolido, ser romántico resultaría demodé y buscar la flor azul sería un pecado imperdonable...
Deambulamos apáticos por el cementerio del arte, pretendemos ser rebeldes cuando disparamos en de la tumba de Dios. Ya no hay a quién matar, a quién escupir, la belleza ya fue injuriada. ¿Qué nos queda? ¿Hacer una apología a los escombros volviendo una y otra vez al mismo motivo? ¿matar zombies? ¿asesinar a los muertos? ¿alabarlos? ¿rendirles pleitesía otra vez?
Shakespeare dijo que "la vida es un cuento lleno de ruido y furia, que no significa nada”, entonces, ¿qué podría darle sentido a este cementerio, a esta basura posmoderna, a este Desierto de lo real? No un manifiesto ni un concepto, sólo un rayo de luz  , luz pura y sin nombre. Sólo lo inexplicablemente bello podrá devolver la ilusión que hará posible desear lo imposible, que nos devolverá la fe en el caos...