Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

miércoles, 8 de enero de 2014

No seas (tan) quiteña







Un amigo me dijo alguna vez que nuestra Santa Marianita de Jesús representa bien a las quiteñas: dramáticas, sufridoras, mojigatas. No me gusta hablar por terceros, no creo en las generalidades. No somos, soy.


Soy quiteña y dramática.

Cuando tenía cuatro años, según mi también quiteña y dramática madre, mientras las niñas de mi edad superaban sus gripes arropadas hasta el cuello y con un termómetro en la boca, yo salía corriendo por toda la casa gritando desconsoladamente: ¡creo que voy a morir!...
No sé si esa temprana desviación histriónica era precisamente “quiteña”, yo la vería más como el génesis de una potencial diva de telenovela venezolana o mexicana. Entonces no, no soy dramática.Soy actriz.

Soy quiteña y sufridora.

A ver, no, no soy sufridora. Lo que pasa es que desde niña me identifiqué con los olvidados, los rechazados, los marginados. Me sentía responsable por ellos y en ocasiones fingía demencia para ser expulsada del grupo dominante y convertirme en la madre de los fracasados. Esto duró hasta que una vez, en el colegio, protegí a una chica indefensa de eso que ahora llaman bullyng y en mis tiempos se llamaba jugar con el compañerito. Mientras la clase disfrutaba lanzándole bolas de papel con un esfero en la cabeza, yo me levanté y puse orden: “¡Basta!, ¿qué tal si nos respetamos?”, dije. Todos callaron y se sumieron en la reflexión tomando consciencia de sus actos. Fue entonces cuando la bullyada aprovechó para coger la bola de papel y lanzármela en la cara. Entonces no, no soy sufridora. Soy una víctima de las circunstancias.
 
Soy quiteña y… no, no soy mojigata.

Nunca fui esa man que se lanza desbocadamente sobre un hombre y convertida en una fiera salvaje se saca toda la ropa, toda, menos el calzón. Por si acaso, la escena continúa de la siguiente manera. El pobre, que a estas alturas ya imaginó el increíble relato con que sorprenderá a sus panas, se queda seco (y tieso). Acto seguido se llena de valor (y cabreo) e intenta despojar a la quiteña de la prenda con sus propias manos. En ese momento ella lo detiene y con un franciscano gesto de indignación, le dice: “¿Qué tal si nos respetamos?” Lo sé porque lo he vivido en carne propia y con el calzón puesto. Pero no, no soy mojigata. Soy quiteña.
Y soy vengativa.

Interesante su análisis sociológico sobre la quiteñidad, chicos. Lo que no entiendo es por qué el término sólo se aplica a las mujeres. Aparentemente, ser quiteña es más despectivo que ser quiteño, sin embargo esta categoría ha sido inventada por hombres que aunque hubieran querido ser suizos, son quiteños. ¿Quiénes son, pues,  los quiteños? El típico quiteño es el que te invita una biela pero luego te pide para el taxi; el que en la primera cita te propone ir a su casa “a ver pelis”;o  el “alma libre” que critica a la conservadora mujer capitalina y termina en el altar con una: obligado por sus padres, por los padres de ella y por el quiteñito que viene en camino. Y el peor de todos: el intelectual cuyo peor insulto contra una mujer es “quiteña”. Si no quieres acostarte con él porque tiene novia, porque no se baña o porque no te da la gana, suelta las palabras mágicas: “¡No seas tan quiteña!”. Piensa que una chica alternativa quiere ser cosmopolita e inteligente y con esta receta espera que te sientas pueblerina, retrógrada y, por alguna extraña razón, desafiada y caliente. Sin embargo,  cuando yo escucho algo así, sólo me dan ganas de ir por un cigarrillo y nunca volver. Pero bueno,  no los culpo. No son patéticos: son quiteños.

(Diners)

lunes, 6 de enero de 2014

Yo me muero por Lena Dunham





Por Ana Cristina Franco

¿Por qué me gusta Girls?

Porque nunca logré identificarme con una serie de televisión, pero con esta sí. Porque me encanta descubrirme riendo sola en mi cuarto a las 12 de la noche. Porque cada vez que veo Girls, pienso: “Mierda, ¿por qué no lo hice yo?”, porque me reconozco en la torpeza de Hanna, en el descaro de Jessa, en la ingenuidad de Shoshana. Porque me gusta ver escenas de sexo en pantalla chica, y porque esas escenas de sexo son dirigidas por una mujer, y son explícitas, torpes, interrumpidas… Porque Hanna no está enamorada de un chico cool, sino de un freak que toma leche y es carpintero. Porque amo el acento inglés de Jessa, la desnudez de Hanna, el novio de Marnie, la inocencia de Shoshana; porque Hanna es gorda y disfruta quitándose la ropa frente a cámara… Y es increíblemente sexy…  Porque cada plano es, como alguna vez me dijo Juan Fernando Andrade, poesía pop con muchas calorías.
Pero sobre todo, Girls me gusta por esto: Lena Dunham  tiene 26 años, es guionista directora y actriz. Ella trabaja de la única manera que, al menos yo, puedo concebir al arte: la exposición.  Lena no ha escogido hablar de algo divertido o cool, ni siquiera algo interesante. Ha tenido la valentía de retratarse a sí misma. Y digo valentía porque en su obra casi no existe lo que en dramaturgia se llama “mecanismo de distanciamiento”. No hay un mediador entre su problemática personal y su personaje, es decir,  Hanna no se diferencia en mucho de Lena. Ella tampoco buscó una actriz para que la represente ni hizo una analogía de su vida. Girls, aunque esté por completo en el terreno de la ficción, es casi un documental: Lena es su propia obra. Y por eso al verla en pantalla no da la sensación de que haya una puesta en escena, más bien parece que el trabajo de Dunham consiste en construir una ventana hacia su universo más íntimo. La cámara de Girls es un ojo invisible pero a la vez curioso, que revela los momentos más personales de la vida de 4 mujeres cotidianas.  Y por eso, al verlas desnudas, yo también me siento desnuda. En otras palabras, Lena Dunham hace que las líneas entre la vida y la ficción sean cada vez más ambiguas convirtiendo a su vida  en un experimento artístico. Y esto no me gusta: me parece alucinante.

Por otro lado, Girls ha logrado algo matemáticamente imposible, pero cierto: una serie de televisión de autor. Ha conseguido que en la televisión, plataforma dirigida  a  las masas, existan mujeres reales. Y esta es un arma feminista transgresora. Mucho más poderosa que las activistas de género con pancartas en las calles. Más que Sasha Grey y su porno “intelectual”.
Y bueno, más allá de eso, creo que hay un vínculo íntimo con los personajes que hace que me identifique con la serie. En uno de los capítulos de Girls, Shoshana, tal vez el personaje más cómico, dice, parodiando a Sex and the city: “Soy definitivamente Carrie, pero tengo algo de Samantha”. Tomaré como ejemplo esta cita irónica para esta vez ser yo quién mida cuánto de estos personajes hay en mí.
Empecemos por Jessa, la versión independiente de la mujer fatal. Ella representa eso que por lo general no soy, y envidio. ¿Quién no ha querido ser una rubia peligrosa?, pero más que eso, la mujer libre, que no tiene que rendirle cuentas a nadie… Su acento inglés con un aire de “no me importa” me recuerda que todavía soy complicada, acomplejada, cursi… Que todavía pido perdón, permiso, y voy con la cabeza gacha por la vida… Jessa es la libertad que mi espíritu andino aún no tiene.
Marnie es lo que yo jamás podría. Además de ser más conservadora que una morlaca, tiene un componente que me confronta con mi lado más oscuro: es ordenada. Marnie tiene los pies en la tierra. Seguro tiene reloj y aplasta el tubo del dentífrico desde atrás. Y aunque me gusta ser como soy, los domingos por las noches quisiera (¿y quién no quisiera?) tener un novio estable (y así de sexy y guapo como el de Marnie), medias pares, saber cocinar, escandalizarme con inmoralidades, tener una cartera ordenada (¡o por lo menos tener una cartera!) tender la cama todos los días, tener uñas largas. Pero ya sabemos la historia: me parezco más a Hanna. Porque ella, como yo, quiere escribir. Porque escribe que escribe, y rueda que escribe. Porque, sin ser modelo, se ha desnudado frente a la cámara miles de veces. Y no solo quitándose la ropa, lo ha hecho mostrándose en su lado más frágil, más imperfecto: ha mostrado una espinilla en la nalga, un trastorno psicológico, su adicción compulsiva a la comida. Ha tenido las agallas de meterse con un freak, ¡y él de rechazarla! Me identifico con su desorden, su sed de experiencias y sus ansias de embellecer la vida cotidiana; con su incomodidad física, pero a la vez ese placer por su cuerpo. 

Otro personaje que me parece encantador es Adam. Él es un retrato irónico del sub-30 de hoy. Alguien que no se decide, que vive solo pero sus padres aún le pasan dinero, que anda en bóxer por la vida, medio trono y medio chuchaqui. Lo que resulta cómico y genial, es que Hanna lo pretenda tanto. ¿Por qué una chica inteligente, que está por publicar un libro, quiere salir con un loser, alcohólico anónimo, con costumbres sexuales raras, que puede ir al baño mientras toma leche? La rareza de Adam se evidencia más cuando, en la temporada 2, termina con Hanna y empieza a salir con una chica llamada Natalia, un personaje que para cualquier guionista significaría un reto, pues no se trata de una personalidad extrema, sino de una chica simple, o simplona. Ella no es tonta, pero tampoco inteligente; no es fea, pero tampoco guapa; no es increíble, pero tampoco “cualquier cosa”. Está en el límite. Al principio, ella y Adam empatan, sin embargo cuando él la lleva a su casa, empiezan a hacerse notorias las diferencias. Con una semana máximo de noviazgo, él le dice: “¡Gatea hasta mi habitación!”. Ella, desconcertada, acepta, y se ve yendo a gatas, en un suelo lleno de pedazos de uñas y mugre (como ella lo describe) al cuarto de Adam. Allí él tiene sexo con ella de manera grotesca y torpe (como él acostumbra). Mientras la penetra, ella finge disfrutar mientras está totalmente desconcertada. Cuando al fin eyacula liberándose de su deseo como si fuera algo ajeno a él que aún no es capaz de entender, y termina en sus senos, ella no entiende qué pasa: se acaba de enfrentar a la parte más animal, más pura, de Adam. Aunque a primera vista parecería un maníaco sexual o algo así, no es eso lo que resulta. Lo interesante es que Adam no causa repulsión: causa ternura. Porque en esa torpeza sexual hay algo que vas más allá: el hecho de que él nunca encajó. Siempre estuvo al margen. Es un fenómeno. “Soy Adam y soy un bicho raro”, dice él… Y no puede ser más sincero.  Esa rareza que es la suma del desconcierto, de la soledad de toda una generación. Por eso el amor de Hanna y Adam, además de patético, resulta encantador. Ellos representan la belleza de los out-siders… Verlos con pijamas enteras en un two shot resulta conmovedor.

¿Hay algo más romántico que el idilio de 2 losers?

“Creo que puedo ser la voz de mi generación, o por lo menos, una voz de una generación”, dice Hanna. Yo, por mi parte, siempre pensé que esta generación no era una generación. Que no merecía ser nombrada. Que llegamos tarde al festejo, al baldeo. Que todo ya fue hecho y deshecho. Los hippies ya protestaron. Los punks ya rompieron botellas. Los grunges ya disfrutaron siendo nada. ¿Y nosotros, los nacidos entre 1985 y 1990? Somos la generación del Youtube, del Facebook, de… Describirla me resulta imposible. Pero sé que somos huérfanos. Y en todos los sentidos. ¿Cómo no, si nuestros abuelos y padres ya lo rompieron todo? Ya no hay matrimonio ni alianzas ni partidos. Tener sexo representa simbólicamente menos que darse la mano. Esa orfandad se evidencia en Girls.  Y no solo la orfandad de los padres y las familias inestables, sino también de los hombres, de las amigas (Jessa las abandona algunas veces, Hanna y Marnie dejan de vivir juntas) todo pasa, se va, pero vienen nuevas cosas que otra vez se irán, y en esa fuga, en ese devenir, hay una belleza que retrata de alguna manera que aún no alcanzo a comprender, la belleza y el vacío (o la belleza del vacío) de esta generación. Sí, porque no se trata de un abandono del que somos víctimas, sino todo lo contrario: solo en ese abandono es posible la libertad.  Ahora entiendo mejor a Hanna y a su voz. En esta generación no se puede hablar de ‘la voz’, sino de ‘una voz’; tampoco se puede hablar de ‘la generación’ sino de ‘una generación’. Todo es impersonal. Si algo la define es que no tiene definición. Y el caos de Hanna, su inestabilidad amorosa, su iPhone sonando al fondo de su cartera, su trastorno obsesivo compulsivo, sus papas fritas, sus vestidos coloridos, su querer escribir, su amigo gay (que alguna vez fue su novio) y sus trabajos chimbos son, de alguna manera, fragmentos deliciosos de esta generación, a la que no puedo concebir si no es así, por fragmentos…


(Cartón Piedra)