Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

viernes, 28 de marzo de 2014

Mal trip (El mito del eterno retorno y papas fritas)





Cuando teníamos 15 años, mi mejor amiga regresó de Galápagos transformada. Había pasado los tres meses de vacaciones junto a artistas del tipo Viejo Napo, escuchando música, haciendo experiencias. Cuando regresó ya no era la misma: ahora fumaba marihuana.

Una noche puso One of these days, la canción de Pink Floyd, y armó un porro como una experta. Sus hábiles dedos ponían la yerba en el papel como si lo hubieran hecho ya miles de veces. Ella quería que la admire y le pida que me enseñe, pero eso no sucedió. Desde chiquita fui la cobarde del grupo, mi Mamá me había contado mil veces la anécdota de cuando probó marihuana y le dio lo que llaman blancazo: mareo, paranoia, vómito. Según ella, nunca se había sentido peor en la vida. Desde entonces, yo era esa chica del comercial que le dice NO a las drogas. Seguramente mi amiga pensó que yo era una aburrida (y seguramente tenía razón) pero eso no la detuvo y, mientras escuchaba "One of these days", encendió el porro, y con su capucha puesta se dirigió a la ventana. Lanzaba abundante humo sumida en lo que parecía un inmenso mundo interior. Y estábamos lejos. Hace tres meses jugábamos con muñecas, y ahora ella tripeaba un vuelo que yo jamás podría entender. Tal vez por eso este primer acercamiento a la droga hippie no fue positivo: la hierba fue una de las primeras   señales dolorosas de que la niñez había terminado.


Tiempo después decidí probarla, sobre todo porque quería ir a donde estaba mi amiga. Sentía que la había perdido para siempre y pensaba que un "hit" sería la llave mágica que me llevaría hacia ese lugar lejano en el que ella se encontraba ahora. Pensaba que después de fumar entendería, al fin, el misterio de su mirada, la esencia del Rock N’ Roll, la profundidad de la vida. Pero en lugar de viajar a otra dimensión, sentí la boca seca y una sensación de idiotez permanente. Pero seguí insistiendo, hasta que llegó la experiencia del tercer tipo, claro que no de la manera que esperaba. Íbamos a filmar un corto de terror en la casa de un amigo en Tumbaco y preparábamos el “set” para el siguiente día cuando una de las chicas dijo la frase que hasta ahora me eriza la piel: ahora sí vendría bien un pipacín, ¿cachas? Aunque ya sabía cuál sería mi reacción, pensé, ¿por qué no?, al fin y al cabo ella tenía razón. El cielo, el bosque, las estrellas, era un cuadro digno de un pipacín.

Esa noche experimenté lo que un paciente del psiquiátrico San Lázaro vive a diario. Ahora sé, en carne propia, lo que es la locura. De un segundo a otro existir era extrañísimo, como si la coraza que me protege a diario haciéndome olvidar que no sé quién soy y que estoy en un planeta abandonado en el medio del Universo, de repente se hubiera roto. Era consciente de mi insignificancia y me daba vértigo. Recuerdo sentir una energía circular. Sabía que todo esto ya había pasado. Y seguiría pasando. Infinitamente. El eterno retorno ya no era un mito y yo lloraba en una habitación ajena. Encima más, tenía hambre y no podía dejar de comer –mientras lloraba– papas fritas. Al masticar escuchaba claramente mis dientes triturando el alimento y esa serie de sonidos producía una escala aterradora que bajaba in crescendo: ¡Ta-ta- ta- ta- ta! Eso me desquiciaba. Intentaba parar de comer pero ya me había llevado otra papa a la boca y estaba escuchando la orquesta macabra ¿Por qué, si como una papa o como 10, suena igual? La sinfonía debería cambiar de acuerdo a la cantidad de papas fritas, ¿no?, pero siempre sonaba igual y esa melodía era como un taladro en mi cerebro.
Estaba fuera de mí, regada en el espacio, flotando entre papas fritas. Recé y prometí que si al amanecer volvía en mí, jamás probaría otro pipacín. Hay quienes no podemos fumar marihuana por una simple razón:  ya nacimos "tronos". 
A  la mañana siguiente, el mundo estaba en calma y yo recordaba este episodio como una pesadilla lejana. Y pensar que la gente se pelea por un pipacín

(Diners)

jueves, 6 de marzo de 2014

El amor apesta (pero no lo bastante)





Chavela Vargas dijo que el amor es un invento de una noche de borrachera. Sería lindo pensar así, pero no, eso en las buenas épocas, hoy el amor ni siquiera es un delirio de alcohol: el amor es un fenómeno mediático. Los niños son bombardeados con imágenes de parejas felices que siempre acaban en matrimonio y, cuando crecen, buscan a su “media naranja” (porque nos hacen creer que todos somos media naranja y no naranja entera) y se casan, y tienen hijos que también serán presa de San Valentín. Hollywood y musicales de Disney: maldito círculo vicioso. Sabemos que el matrimonio es el núcleo del capitalismo. La sociedad de consumo se sostiene en base a “La Familia”. La razón es simple: de a dos, la vida comercial es más lucrativa. No hay promociones de viaje para uno; la comida se pudre en la refrigeradora cuando guardamos extrañas raciones para uno. La vida adulta, es decir, la vida de consumo, es una especie de fiesta de graduación (de esas que salen en las películas gringas, en las que toman “ponche”) a la que solo puedes ir si tienes pareja. Parecería que el objetivo de la vida, después de comer, es casarse. Todos se casan: los aniñados, los viejos, los jóvenes, los hippies, los punks, los metaleros, ¡los gays!, ¡los gays se casan! La homosexualidad es una acción/opción naturalmente subversiva y hermosa, precisamente natural porque desafía a la familia y al capitalismo. El matrimonio justifica la cópula y la cópula justifica la reproducción. La homosexualidad es lo contrario: proclama el placer por placer y la relación ser humano/ser humano sin un fin utilitario. Amor puro. Por eso la sociedad está en contra, porque no concibe que dos seres humanos se amen sin un fin comercial. Por eso, aunque corra el riesgo de ser golpeada por el movimiento GLBT, creo que es un error luchar por el matrimonio y entrar al sistema. Digo nomás. Me dirán que no es tan fácil, que se trata de igualdad de derechos, pero yo creo que pueden igualarse de otra manera: no deberían aprobar el matrimonio gay, sino prohibir el hetero. Como dirían el Doctor Albuja o la Doctora Polo, hoy en día nadie da un centavo por la palabra amor. Es decir, todos se casan, pero el amor de verdad, el que mató al joven Werther, el que inventó Chavela en noches de alcohol, el que hizo vender el alma al diablo a Fausto y desgarró a Dorian Gray, es un mito, un “defecto romántico”. En la era del desecho, creer en algo así sería cursi, emo, demodé. Sin embargo, todos tienen novio y novia, y agarran a su pareja como si fuera una comadre, del brazo, trenzándolo como si se fuera a escapar. Además, les encanta salir en parejas, compitiendo en silencio por saber qué pareja es la más exitosa; cuál es el Macho Alfa, cuál la “mujer ideal”, quién recoge
mejor los platos, calienta primero el agua o levanta con más agilidad la mesa. Lo sé porque lo he vivido. Porque tampoco soy tan dura. Yo también he salido de la mano sin querer dar la mano, y hasta me han llevado (y he llevado) a reuniones familiares en calidad de florero para ver si combino con las cortinas de mi futura suegra. Y no he combinado. Y ahora lo agradezco. Porque no quisiera poner en Facebook “Gordo, te amo, eres lo mejor que me pasó en la vida” y adjuntar una foto del señor (que, en efecto, engordó un montón apenas se bajó del altar) al lado de un contundente plato de comida que yo misma he aprendido a preparar en YouTube. No gracias. Todavía no cumplo 30 años y no quiero para mí tanta hipocresía. Decía Zizek que el ateo de hoy reza en secreto. Y es verdad. Aunque creo firmemente que el matrimonio es nocivo para la salud de todos los involucrados, confieso que he fantaseado con un vestido blanco, con una luna de miel en crucero por las Bahamas y con un hogar casi perfecto. A veces hasta me han dado ganas de hacerle firmar a algún chico para que asegure que no me dejará. Pensándolo bien, eso de querer casarse más que patético es triste. El intento de
sellar un pacto de amor para siempre es inocente. Como decían los Ilegales (citados ya dos veces en este texto) “Para siempre es demasiado tiempo”. Y en el fondo todos sabemos que, así como la muerte llega para quedarse, el amor cualquier día se va para no volver. Sin previo aviso. Sin razón. Sin lógica. Y eso es lo que no queremos aceptar. Eso es lo que nos aterra.

(Diners)