Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

lunes, 30 de junio de 2014

Ninfomaniac- Después del hambre: el hambre.






Amo y odio a Lars von Trier. El mayor transgresor, pero también el más pretencioso. El niño terrible de Cannes. El único creador/destructor que para romper los dogmas, crea dogmas.

La mujer y la madre. La dama y la hembra. La Santa y la Puta. La mujer parece estar dividida para Lars von Trier, quien la concibe como una serpiente oculta. Asocia a la maldad con la feminidad, como si dentro del clítoris hubiera una sustancia venenosa, maligna, mortal...
Ninfomaniac, la película más prometedora del director que en algún momento se propuso destruir el cine, no me cambió la vida. La portada que mostraba a la sensual, oscura y blanca Charlotte Gainsbourg, desnuda al lado de dos negros, no justificó una película medida, pensada, e incluso, amanerada. El director que hizo un retrato tan desgarrador de la depresión con Melancolía, esta vez no logró captar la esencia de la problemática del sexo. Ni la belleza. Ni quizás, tampoco, el horror.
Se dice que Antricristo, Melancolía y Ninfomaniac podrían ser una trilogía sobre la depresión. Tal vez. Sin embargo, creo que Melancolía funciona como pieza poética única y, como obra cinematográfica, es infinitamente superior a las otras dos. Tiene otro corte. Otra estética. Otra impronta. Cada fotograma es pasado. Nostalgia. Dolor y Belleza. Pero esa es otra historia. A lo que voy es a que tanto Anticristo como Ninfomaniac me parecen un poco excesivas. Transgreden tanto que se despojan de su mismo significado. Estas dos películas sí están en un mismo paquete, tanto que Gainsbourg parece atravesar los dos filmes con la misma problemática.
Imposible no comparar a Ninfomaniac con Anticristo si hasta el propio Lars le hace un guiño explícito al filme.
En Anticristo, Gainsbourg representa a una mujer que tras la muerte de su hijo, se aisla en en el bosque con su marido. Y allí se pierde, intentando escapar de la muerte con el sexo y desencontrándose más de sí misma. En Ninfomaniac, Joe es el personaje sediento representado por dos actrices radicalmente opuestas: Stacy Martin y Charlotte Gainsbourg.
Pero no hablemos del personaje de Anticristo ni del de Ninfomaniac, hablamos de Charlotte Gainsbourg. Ella (quien es la protagonista de los dos filmes y algunos más de Lars Von Trier) parece atravesar las distintas películas de este director con la misma sed: vida, pasión y muerte de nuestra señora anticristo. Recordemos la primera secuencia de Anticristo: el pene entra en la vagina en blanco y negro. La luz revela el aura del acto sexual, en cámara lentísima. El bebé gatea, abandonado. Händel los lleva en silencio. Por un segundo, los ojos de la madre miran al niño en peligro. En alguna parte, Era y Afrodita luchan. Charlotte explota de placer y el bebé cae por la ventana, lento, lentísimo, viajando despacio entre los atiempados copos de nieve. Entonces cae al piso blanco, y ella tiene un orgasmo. Muerte y sexo. Lars von Trier da a luz al personaje femenino dual o, mejor dicho, dividido. Madre y amante no pueden convivir en el atormentado cuerpo de Gainsbourg. Ella encarna la aberración, un cuerpo que, tras buscar el alma, desagarra su piel (sin darse cuenta de que el alma es piel). La mujer deja de lado la cultura, el trabajo, la lactancia y se abandona. Se vuelve animal. Vuelve a Lo Real.

Charlotte Gainsbourg interpreta a la Joe adulta en el filme de Lars von Trier.
El brillo en sus ojos devela algo maligno. Su rostro complicado, su cara larga, sus arrugas, su nariz grande. Ella es la suma de errores, esa creación imperfecta, esa humanidad flaca y desproporcionada que revela el caos interno. Ginsburg es la mujer, mientras que Stacy Martin es su opuesto: nariz respingada, piel de porcelana, labios finos. Belleza vulgar que no se compara a la naturaleza de Charlotte. Mosquita muerta que quizá tendría encanto si hubiera contradicción. Es decir, si vestida operara como animal y desnuda como monja (o al revés) algo funcionaría, el personaje crecería. Pero Stacy Martin folla vestida. Ese personaje es igual con todos. Igual de plano. La joven Joe abre las piernas en los baños del tren y se deja penetrar como si le estuvieran sacando una muela. No reacciona. La relación extraña ninfomanía/frigidez es interesante, pero creo que debió ser un resultado y no un origen.


En el capítulo ‘Delirio’ todo parece tener mayor sentido. Joe se moja en el entierro de su padre. Reaccionar sexualmente a la crisis es normal según Freud. Y aquí está el conflicto de la película, la problemática de Lars. La pulsión de vida (Eros) opera inconscientemente contra Thanatos (Muerte). Hay una misteriosa y estrecha relación entre el sexo y la muerte. Creación y destrucción.
Ninfomaniac presenta un retrato del sexo sin placer. El orgasmo iluminado -uno de los pocos momentos bellos de la película- que eleva a Joe hacia el cielo, como un milagro, es un momento de Gracia en el que el placer —la belleza-el deleite— hablan del misterio del sexo y su relación con lo Divino. Sin embargo, después, no hay placer. El encuentro sexual es para Joe un desencuentro. Dos cuerpos que se abrazan. Absurdos, lejanos, que intentan encontrarse en la oscuridad con torpeza. Pero cada caricia es una confusión. Cada roce un silencio. El orgasmo es un grito desesperado en otro idioma que el amante no entiende. Dos lenguas distintas que se entrelazan y que, mientras más se tocan, más se alejan.
El encuentro para Joe funciona así: cada acercamiento físico representa una distancia espiritual. El sexo no une, aleja. El coito reafirma la soledad. Y el viaje es adictivo y ansioso, y provoca otra búsqueda que, paradójicamente, la aislará más. Ese acto torpe de abrazar al otro con los ojos cerrados, de presentir un cuerpo en la oscuridad y apegarse a él con violencia, con intentos torpes de calor que solo consiguen silencio. Distancia. Esa antropofagia sublimada que es el sexo. La posibilidad de descargar en el otro aquello que no sabe de sí misma. Joe folla hasta deshacerse de su cuerpo, hasta no ser. Hasta sacarse la piel y sangrar y descubrir que tras ella no hay nada. Hasta morir. Y seguir viva. Y volver a devorar.

Y aún tener hambre
(Charlotte Zombie)

Un hambre sin hambre. El hambre de Charlotte es solo hambre: no gusto, no placer, no sensación. Coma lo que coma, tiene hambre. Nunca nunca nunca, es suficiente. Mientras más devora, más desea. No. “Desear” no es la palabra justa. En el hambre de Charlotte no hay una pizca de deseo. Solo hay hambre. No es deseo, es pulsión. Reproducir la actividad hasta despojarla de su signo. Repetir la actividad hasta despojarla de su alma. Insistir, como la plasta. La pulsión primaria que, como dice Zizek que dice Lacan, no existe, insiste. Y esa repetición ni siquiera lleva al infierno, sino al limbo; a algo más aterrador que la muerte. A un estado en el que no está viva ni muerta. Como una lombriz que se divide infinitamente y sigue viva. Se sigue moviendo. La Cosa.

La vagina es un agujero negro. Un tragaluz que lo devora todo. Un túnel cuya puerta conduce al vacío. Un punto misterioso, desconocido, oculto. Al contrario de la vagina murakamiana que es un túnel que conduce al interior, al corazón de uno mismo, el túnel de Gainsbourg lleva al despojamiento de sí mismo. A la división del cuerpo y del alma. A un no lugar fuera de sí. El sexo, que es creación per se, en este caso es muerte. No, ni siquiera es muerte (porque la muerte de alguna manera también es vida), pero tampoco es vida. Es ese espacio que acaba con el ciclo vital. La no-vida, la no-muerte que aparece por medio de la repetición insesante que lleva a perder el alma sin matar el cuerpo. Horror.  Excepto dos o tres momentos, las escenas no son tratadas con belleza, sino con horror.
La adicción surge de una prohibición. La prohibición de una ley moral. En un punto, Joe se siente culpable por sentir placer sexual en momentos de muerte.  Luego, atraviesa esa frontera y ya no siente culpa. Al no sentir culpa tampoco siente placer. Cuando desaparece la culpa desaparece el placer. Su ninfomanía deviene en frigidez y necesita golpear su cuerpo para sentir. Ver su sangre para comprobar que está viva. Entonces la película devela un dilema más perverso e interesante:  ¿existe placer sin culpa?, ¿o es mera pulsión? ¿no hay visos de moralismo al retratar el lado oscuro del sexo? O, mejor dicho, ¿cuál es el lado oscuro del sexo?, ¿puede el sexo tener un lado oscuro?, ¿ese lado oscuro no tiene que ver con la culpa?, ¿con el exceso?, ¿con las sed femenina que es mal vista y es llamada ‘ninfomanía’ cuando en los hombres se llama ‘apetito sexual’? La mujer sexual, hambrienta sexual, es concebida por el hombre como un monstruo. Su placer debe ser anulado. Esa sed sexual es una amenaza feroz para los hombres que tienen pesadillas con vaginas dentadas.  Ella es la mayor pesadilla del imaginario masculino: la mujer/monstruo que castra al hombre.  Quizá en señal de defensa, el hombre se adelanta y niega el placer femenino por miedo a ser castrado. Lo niega mostrando a una mujer-bestia que destruye todo con la vagina. El placer femenino concebido con horror tiene visos de moralismo. Sí, el irreverente Lars von Trier oculta un moralismo (¿quién no es moralista ?) o una neurosis —si es que hay alguna diferencia—. No podemos escapar a la cárcel de los opuestos binarios:  para ser irreverente es necesario ser conservador. O si no, recordemos la escena famosa en la que Buñuel, enfermo en su cama, rezaba a Dios y después lo negaba. Todos los occidentales somos caólicos-neuróticos aunque no creamos en Dios. Ni en Freud.   Porque somos culpables y provocamos culpa. Una máquina de dar y recibir culpa. Presos de un placer que está a la sombra de la culpa. Porque desear lo prohibido es lo más moralista que existe, está a la sombra de los opuestos binarios. La imagen de la monja prostituta es un estereotipo del deseo católico (que, obviamente, incluye a los no católicos, que quizá son los más católicos). ¿Cómo escapar?, ¿Cómo romper con la cadena viciosa opuestos binarios? El deseo no es sólo biológico,  no solo es pulsión sexual, instinto, sino otra cosa, que tiene que ver con algo más… Con algo invisible. Y quizá en este punto sea una utopía pretender  amarse sin fantasmas. 


(Cartón Piedra) 

viernes, 20 de junio de 2014

Kamikazes en la cancha




 “A mí siempre me pareció más interesante marcar un autogol que un gol. Un gol, salvo si uno se llama Pelé, es algo eminentemente vulgar y muy descortés con el arquero contario, a quién no conoces y que no te ha hecho nada, mientras que un autogol es un gesto de independencia.”
-Roberto Bolaño.




UNO: Yo también quiero ver guerreros en la cancha…


Siempre le tuve miedo al balón. Tengo asma. Y un buen grado de miopía. Las pocas veces que intenté entender el juego que volvía locos a mis compañeros de clase, terminaba frustrada. Me ahogaba con el polvo apenas corría. Cuando me pasaban el balón me ponía nerviosa y lo esquivaba de un saltito; porque si me armaba de valor y decidía confiar en él, el muy traidor se estrellaba en mi cara. Y me rompía los lentes. Tras fingir que corría buscando el “esférico” (cuando el fondo rezaba para que no me lo pasen) terminaba desconcertada, sin saber si había que ir hacia la derecha o hacia la izquierda, paralizada en medio de la cancha, como un payaso abandonado en plena guerra. Cuando por fin terminaba el partido yo era la más cansada… Y la que menos había jugado. Sin embargo, mentiría si digo que jamás metí un gol. Una mañana soleada, allá por el noventicuatro, yo estaba, una vez más, perdida en la cancha, haciendo tiempo hasta que se acabe la hora de educación física. De repente el balón llegó hacia mí, en un impulso nervioso, pateé lejos, para deshacerme de él lo antes posible. El balón se elevó hasta el cielo azul y viajó, en cámara lenta, hasta templar la red. Yo, asmática, de lentes, alérgica, había metido un gol. ¡Sí se puede!. ¿Qué importa en qué arco haya sido?. Pensaba yo, que no tenía el gen del ataque en la sangre. Lastimosamente mis compañeros no pensaban lo mismo, para ellos la cosa era ganar, derrotar al adversario, ser el mejor. ¿Cómo haría para nacer? , me pregunto hasta ahora. ¿Cómo es que estoy aquí? Alguna vez fui, o algo de mí fue, un espermatozoide, y ese espermatozoide que ahora es piel que mete autogoles, alguna vez ganó una carrera. ¿Qué había quedado de él?

Quizá por eso, siento envidia. Envidia de las chicas machonas que patean con fuerza el balón, incitando, a su vez, la envidia de los hombres. Envidia de un amigo que dice que ver un partido de fútbol es como ver a Aquiles luchar. Mientras él ve guerreros en la cancha, yo veo gente corriendo tras una pelota. Nunca entendí la relación entre la
endorfina y la palabra gol. Ni el estruendo en las calles de Quito cuando parece que hay guerra civil y es que juega “la selección”. Ni el silencio en las calles de Buenos Aires cuando parecía que estaban rezando y era que estaban viendo un partido. El fútbol me enfrenta a mi lado frágil. A mi tendencia sedentaria. Hace que añore a mi gemela buena, la que no usa lentes, hace aerobics y mete goles en los arcos correctos.



DOS: “¡Sí se puede!, ¡Sí se puede!”
Impotencia y castración.



Woody Allen vestido de espermatozoide en “Todo lo que usted quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar”, es una patada a Darwin, a Freud, a Adam Smith, que traducidos en comerciales de Nike, nos han dicho que perder no es una opción. Es aterrador pensar que tal vez el capitalismo sea el reflejo social del comportamiento biológico natural. La vida es una lucha: sobrevive el más fuerte. Quizá por eso el fútbol es el deporte de esta era. El gol es la materialización del éxito. Ese acto fálico de penetrar. Pegar centro. El balón, es, de cierta forma, el espermatozoide que va más rápido. El que gana. El primero. Pero, ¿qué hay de los otros? los que somos lentos, los que no vamos al ritmo, los que no vamos más rápido, no porque no queramos sino porque no nos dimos cuenta de que esto era una carrera.. Los espermatozoides que no tienen el hambre de Cristiano Ronaldo, y que en lugar de visualizarse como un bebé rozagante, se imaginan diluidos en una revista pornográfica.

Yo crecí en un país que perdía partidos de fútbol. Recuerdo los 90 con un cielo gris, un helado pingüino con los colores de “la tri”, y un comentarista deportivo que decía: “¡sí se puede!” con un aire de “jamás se podrá”… Y no se refería solo al partido de fútbol, ya sabemos: hoy en día el país es el fútbol. Siempre me pareció grave el hecho de que patear bien una pelota de cuero determine una identidad. Me da miedo que nos comportemos como masa y no como seres humanos. Me niego a creer que el país sea una camiseta amarilla de tres colores. Me parece triste y limitado que el tema complejo de la identidad se haya visto reducido- ya no a una bandera- sino a una camiseta. A menos que esté mojada.
Pero creo que esta asociación patriótica entre fútbol e identidad, es más peligrosa en Ecuador. Mientras los otros países ganaban mundiales, tenían “tecnología de punta” y eran geográficamente grandes, nosotros teníamos un mapa que en lugar de mostrarnos lo que somos, nos mostraba una línea entrecortada que señalaba lo que habíamos perdido. El autoestima de Ecuador, más en los noventa, era peor que la de una adolescente anoréxica. La sensación siempre fue esta: no importa lo que hagas, siempre habrá alguien (en otro país, por supuesto) que lo hará mejor.
Obviamente el problema no es perder. Todos los países pierden (unos más que otros), hay países más pequeños que el nuestro, los problemas que tenemos aquí existen en todas partes, pero solo aquí hay un sentimiento de inferioridad digno de medalla de oro. Aquel extraño síndrome al que Burroghs se refirió en una carta a Allen Ginsberg: “Recorrí Ecuador lo más rápidamente posible. Qué lugar horrible es. Un complejo de inferioridad nacional de país pequeño en su estado más avanzado.” (Cartas de Yagé. Wiliam Burroghs Allen Ginsberg/ Ediciones “Signos”) El problema no es perder, sino culparse excesivamente por ello. Y habría que preguntarse por qué para un ecuatoriano perder es más grave.


TRES: “El factor accidente” y el “acto fallido”…


El 2 de febrero del 2013, en un partido del Real Madrid contra Granada, en el minuto 22, Cristiano Ronaldo marcó un gol en su propio arco. Ese instante, la suma de error, de azar y belleza, hizo que CR7, quien posa cuando las cámaras lo encuadran, marcara un autogol. De todos los autogoles que se han cometido este me ha llamado la atención en particular. La razón es simple: aunque un autogol siempre es un golpe bajo, no es lo mismo que haya sido Cristiano Ronaldo quien lo haya metido, o cometido. A él le duele más perder. El Ganador por excelencia, el pavo real que cree controlarlo todo y que odia perder, el representante de la cultura ganadora ( o de la ansiedad de ganar), esta vez fue presa del azar. Operó inconscientemente en contra de su equipo, de sus ganas de ganar, pero sobre todo , de sí mismo. La serpiente se
muerde la cola. Un guiño de  Dios. Una paradoja en el tiempo. En el sistema. Una falla en la mátrix.

Un autogol es el acto de rebeldía máxima. Bello y absurdo, rompe con la lógica del juego. Un acto contra-natura que paraliza. Desconcierta. Provoca reacciones inesperadas. Impredecibles. Y en ocasiones, violentas, como lo fue en el famoso caso de Andrés Escobar. Y aquí va el segundo autogol que merece ser nombrado y del que ya tanto se ha hablado. Sabemos la historia: El 22 de junio de 1994, en el Mundial de Estados Unidos, Colombia jugó contra USA en el estadio Rose Bowl de Los Ángeles ante más de 93.000 personas. En el minuto 13, Andrés Escobar intentó despejar el balón ante la presencia de su contrincante John Harkes, pero algo salió mal y el balón acabó en su propio arco. El resto de la historia ya sabemos. “Nunca un gol había costado tan caro” decía la prensa. Para sus hinchas hubiera sido más fácil verlo fracasar, jalarse un penal, fallar un gol. Pero en una cultura en la que es imperdonable perder, el autogol es un crimen. La sociedad no perdona el autogol así como no perdona el suicidio. No es porque el jugador haya faltado o traicionado al equipo, el punto es que su accidente desarma la lógica del fútbol mismo, del juego per se. Sentirse impotente es el principio de la Tragedia. Lo que no pudieron perdonar a Escobar es haber sido presa del azar y haber terminado con la lógica del juego, pues en esa acción vieron reflejada su propia impotencia. Esta desgracia recordó que no siempre tenemos el control, que no siempre podemos escoger, que no ha sido tan simple como just do it. El accidente, ese acto torpe que descuadra los planes, devela un dilema más complejo: el destino. El misterio de la naturaleza, esa fuerza salvaje, que intercede en nuestra vida sin aviso previo. Sin lógica. Aquello que no podemos gobernar nos asusta, tanto que somos capaces de matar. Porque ese pequeño acto bello y torpe nos recuerda nuestra fragilidad, nuestra intrascendencia.

Por otro lado, y aquí es cuando se vuelve más compleja la cosa, ¿hasta qué punto es un accidente?, ¿qué de mí hay en él?. Según Freud, los accidentes no existen. O en otras palabras, todo accidente devela un deseo oculto. El impulso de Thánatos, o como diría Poe, “el demonio de la perversidad” es ese vértigo que me lleva al abismo. Algo de mí quiere caer. Algo de mí que no quiere ganar, y si se lo mira desde el punto de vista biológico, hay algo en mí que no quiere evolucionar. ¿Será?


CUATRO: Bartleby a la cancha.


Mi mejor manera de enfrentar un partido de fútbol es quedarme en casa. Viendo la
pantalla del televisor, sí, pero no precisamente el partido, sino una película barata, acompañada de un litro de helado. Saber que afuera se matan por ver personas persiguiendo un balón mientras yo tomo lentamente un helado, me provoca una bella sensación. Como ganar un premio y no ir a recibirlo. Robar un banco y quemar el dinero. Sobrevivir al apocalipsis zombie bailando charleston. Debatir sobre la naturaleza del amor mientras se acaba el mundo (que no es poco para describir a la ciudad cuando hay partido). Hay, en esa acción, cierta rebeldía, parecida a la de un ser imaginario que marcara un autogol por convicción. Si un autogol accidental (si no es una redundancia) ya es de por sí bello, uno intencional sería un acto de valentía. En una realidad en la que no hay más opciones que ganar o perder (el hincha fiel prefiere que pierda su equipo a que gane con un autogol), ese autogol plantearía una nueva salida. Sería el limbo, el fuera de juego, Bartleby, que desde su pasividad, ataca al sistema cuando dice tranquilamente: “preferiría no hacerlo”. No hay violencia
visible. No hay por donde atacar. Y eso es lo que desarma. “Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva”, dice Melville en Bartleby.
Yo me identifico con Bolaño y solo creería en un goleador que supiera marcar en su propio arco. Si Buñuel decía que el acto poético por excelencia es salir a la calle y matar a todos, un autogol por convicción sería algo parecido. Esta acción la cometería un héroe gris y silente, un antihéroe del fútbol, o más que antihéroe, una especie de kamikaze del fútbol. La escena es esta: El cielo está despejado, sin una sola nube. Las líneas blancas resplandecen sobre la hierba verde, verdísima. Después del solemne Himno Nacional, la selección juega la final del mundial contra Francia o Estados Unidos. Empieza el partido. Más o menos al minuto 16, el pequeño kamikaze, (que debería ser el mejor jugador) se detiene en la mitad de la cancha… Y gira. La hinchada se paraliza. Los jugadores lo miran desconcertados. Nadie entiende qué pasa. El Bartleby del fútbol corre, como el salmón, llevando el balón contracorriente. Veloz , atraviesa la cancha, y esquiva como un mago a los otros jugadores. Adversarios y colegas. Entonces llega al otro lado, sonríe ligeramente, y con toda la fuerza, dispara en su propio arco. El balón rompe el viento en cámara lenta. El arquero intenta detenerlo, pero se le va de las manos… Y pega centro.
El Tiempo se detiene.
El silencio aplasta el Estadio.
Los hinchas se congelan.
No hay pifeos ni barullos. Sus colegas no pueden reclamarlo por la misma razón que el jefe no puede reclamar a Bartleby. El equipo contrario tampoco festeja: tampoco ha ganado.
Ha sido un error. Una paradoja en el juego.

 Nadie entiende.

Después de traicionar a su bandera, que es una gran camiseta, el kamikaze del fútbol no podría regresar a su país. Su autogol le traería una especie de exilio. Sin patria, sin camiseta, sin público, quedaría desterrado. Condenado a vagar por las calles del mundo.


(Publicaión "OPIO") 

miércoles, 18 de junio de 2014

Rebeldes que no se despeinan (Hipsteria colectiva)





La palabra cool me retuerce el espíritu. Un quiteño "cool" hace publicidad y se siente Coppola. Jala coca en los baños de los bares y se siente Tony Montana. Usa twitter, no Facebook. Intercala la camiseta amarilla de los Sex Pistols con la de Los Ramones. Usa lentes enormes aunque no tiene miopía. Conoce las calles de Nueva York mejor que las de su barrio. Sabe el color del calzoncillo del baterista de su banda favorita (tiene una nueva cada semana). Va todos los años peregrinando hacia el festival Lolapalooza. Aunque puede comprarse Converse, usa Venus. Rompe con la moda, pero siempre está a la moda. Es rebelde, pero no se despeina.  Según el diccionario "cool" es un rebelede con éxito. ¡Qué oxímoron!¿Decir rebelde con éxito no es lo mismo que decir cigarrillo electrónico, carne vegetariana o rock cristiano?.


El saxofonista negro Lester Young fue el primero en decir “I am cool”, refiriéndose a “estar relajado en un determinado ambiente, con la situación bajo control”. A pesar de transgredir (o querer transgredir), el cool mantiene el control. Por otro lado, es interesante el vínculo del término cool a la comercialización de la cultura negra. “Para muchas supermarcas perseguir lo cool significa simplemente perseguir la cultura negra. Tal es la razón de que la primera parada de los cazadores de lo cool fueran las calles de los barrios más pobres de Estados Unidos donde los chicos juegan al beisbol”, dice Phil Spur, director de marketing de “Pepe Jeans”, en una entrevista hecha por Naomi Klein para el libro “No Logo”.


El diseñador Christian Lacroix dijo en Vogue: “Es terrible decirlo, pero a menudo los mejor vestidos son los más pobres”. Los empresarios de la moda nos dicen qué desear y son los verdaderos artistas, que, en silencio, transforman la ambigüedad en marca. Se apropian de la miseria y la convierten en moda. Se apropian de la libertad y la venden.  A quienes tengan dinero para comprarla, claro. Quizá por eso un cool es necesariamente aniñado, es decir,   apto para comprar y vender. Un cool es un blanco que se viste de negro. Un aniñado que se viste de gamín. Un empresario exitoso que se viste de perdedor. Un chico popular que se viste de nerd (o geek, más cool llamarlo así). Adidas sacó su versión del “gamín”. Tommy Hilfiger su versión del hip-hop marginal. American Apparel su versión del “hipster”. Para toda penuria hay una marca. El sufrimiento del cantante Kurt Cobain años más tarde terminó reducido a la palabra “emo”, que vende dolor haciéndolo pasar por cool. Cool es una suerte de sublimación de aquello que jamás ha sido aceptado. Ponerle marca a lo no aceptado, a lo freak, a lo mínimo, a lo “pasado de moda”. Ponerle un sello a la diferencia y, paradójicamente, normalizarla, banalizarla. Quitarle su belleza original y venderla. Los empresarios sospechan que en la minoría hay una fuerza latente peligrosa y, antes de que explote y de que sea una voz, la compran. Después la venden. Y nosotros la compramos. 


 
Me encantaría llegar en “combinación” a una reunión de publicistas, pero seguro los “cazadores de lo cool” me atraparían y al otro día sufriría espasmos viendo a los aniñados dar pasitos con mi atuendo. La marca no perdona. No deja un espacio libre. Nos venden rebeldía en lata. Y la consumimos. Y nos da placer. Yo no me escapo. También soy cool. Todos somos cool. ¿Cuál es la salida? ¿Quemar las marcas y dar la guerra que tanto les excita a los empresarios de la moda? Quizás hacer como Andy Warhol y Susan Sontag y crear una obra de arte con plástico. Tomar Coca-Cola y usar Converse quizás sea más rebelde que pretender no hacerlo.


Jack Kerouac describió a los hipsters como personas “de una especial espiritualidad”. Sin embargo, muchos de ellos hoy son lo contrario: la apariencia y no la esencia. Quizá vaya por ahí. Buscar la luz, la piel que está bajo la marca, pero, ¿habrá algo más allá?, ¿o será que en estos tiempos posmodernos nuestra piel ya es marca?.

(Diners)

lunes, 2 de junio de 2014

El principito: las estrellas se ríen en el desierto (de lo real)

I. La infancia es un planeta en el que solo alcanza uno…

Ya hace mucho tiempo que el principito desapareció en el desierto. Digo hace mucho tiempo, pero si queremos ser exactos (no olvidemos que a las personas mayores les encantan las cifras) habría que decir que fue hace 77 años.  Pero digamos que fueron 100. ¡Cien años! Eso explica que mis recuerdos a estas alturas  ya sean tan ambiguos como mi infancia. Solo me quedan pedazos de luz que se fugan cuando los pienso: una serpiente amarilla, sus rizos brillantes, sus baobabs. Mi edición pequeña forrada con plástico, las manos de mi madre, su voz. El Principito era una especie de mapa que intenté descifrar. Un manifiesto extraterrestre. No lo recuerdo como un libro dulce, sino como algo bello… Y triste. Infinitamente triste. Insoportablemente triste. Y he aquí el secreto, señores: la infancia también es soledad. El principitodelira en el desierto, le ha picado una serpiente y alucina estrellas. O tal vez él mismo seala alucinación de un aviador que no ha probado agua en días. Algo así es la infancia. Además, dura un segundo y después… Quizás por eso el libro es un mapa; una partitura que hay que descifrar para recuperar sus vestigios de la infancia, ese planeta brillante en el que solo alcanza uno. 






















Para su evasión, aprovechó una migración de aves silvestres...

II. El viaje del principito (o el miedo al silencio.)
Un día, el principito abandonó el asteroide B-612. El asteroide B-612 es del tamaño de una casa. Tiene 3 volcanes. Dos en actividad y uno extinguido. Pero nunca se sabe.  El principito aprovechó la migración de aves salvajes y se aventuró al espacio sideral. Voló lejos. Huyó de una rosa con 4 espinas. Huyó porque amaba a esa rosa. Y cuando uno ama lo mejor es volar. El principito recorrió varios planetas en los que encontró hombres tan egoístas que no eran hombres, sino hongos.
El viaje del Principito es una metáfora de la ceguera humana. Nos equivocamos al decir que los adultos no imaginan. Pues sí lo hacen: imaginan infiernos, mueren y matan por fronteras que no existen. Los niños no imaginan, eso es un cliché: los niños ven de verdad la magia que existe en el mundo de verdad. Los adultos no son malos, más bien son seres tristes que se esclavizan para no enfrentarse a la inmensidad de las estrellas o de sí mismos (si es que hubiera alguna diferencia).

En el primer planeta el principito encuentra a un Rey. A pesar de que el pequeño asteroide no tiene más habitantes que el Monarca, el hombre se empeña en gobernar.  Sueña el Rey que es Rey.  Pero, ¿qué gobierna? Las estrellas, los planetas, los cometas… “ Si ordeno a un general que se transforme en ave marina y el general no obedece, no será culpa del general”. Si ordeno a la lluvia caer en abril y a los arupos florecer en agosto, seguro me obedecerán. El Rey sabe este secreto y se guiña el ojo a sí mismo. Él es feliz así. En otro planeta igual de pequeño el principito encuentra a un vanidoso solitario. El ser más vanidoso del mundo está completamente solo: no podría ser de otra manera. Después encuentra a un hombre rojo que hace sumas y restas todo el día, a un borracho que bebe para olvidar que es un borracho y a un geógrafo de escritorio que jamás se ha movido de su puesto. El capítulo del farolero es tan bello que podría ser otro libro: El farolero o la historia más triste del mundo. El farolero habita un asteroide pequeño, muy pequeño. El asteroide tiene un farol que el farolero debe encender y apagar un millón de veces. Lo hace porque es la consigna. La consigna es la ceguera: la fe en una actividad absurda que sostiene una inmovilidad con el fin de ocultar la nada. La actividad del farolero recuerda al típico rito obsesivo-compulsivo de apagar y encender la luz 80 veces antes de dormir para que no suceda una desgracia. Todos los personajes que el principito encuentra en su viaje hacen actividades compulsivas. Encender y apagar un farol. Sumar y restar. Beber para olvidar que se es un borracho. Actividades absurdas. Actividades-ruido que buscan silenciar. El obsesivo habla para callar, busca para ocultar, y se mueve para detener. ¿Qué más le queda a alguien que habita un planeta abandonado en el universo?, ¿qué más puede hacer si no encender y apagar mil y un veces un farol? Inventar leyes y creer ciegamente en ellas para olvidar que estamos solos, que no tenemos súbditos, que somos unos borrachos…

III. La tercera roca alrededor del sol
(O pequeña crónica del mamífero bípedo)
—¿Qué me aconseja usted que visite ahora? —preguntó.
—La Tierra —le contestó el geógrafo—. Tiene muy buena reputación...
Y el principito partió pensando en su flor.


El principito llegó a la Tierra. La Tierra: planeta del Sistema Solar que gira alrededor de su estrella en la tercera órbita más interna. Se formó hace aproximadamente 4.500 millones de años, pero la vida surgió 1.000 millones de años después. La vida: aquello que distingue a los reinos animal, vegetal, hongos,  protistas, arqueas y bacterias del resto de realidades naturales. Implica las capacidades de nacer, crecer, metabolizar, responder a estímulos externos y reproducirse. La vida, en este caso, incluye la formación de millones de especies, entre ellas, el ser humano. Ser humano: especie de primate de la familia de los homínidos. Animales bípedos medianos. Se reproducen mediante la intervención de dos personas de diferente sexo, con más frecuencia en verano. El pulgar oponible permite a los humanos manipular cosas con precisión. Las personas aman las cifras. Las personas caminan sobre la Tierra. La Tierra flota sobre fuego. En la Tierra hay  alrededor de 7.046 miles de millones de personas. Entre ellas ciento once reyes. Siete mil geógrafos. Novecientos mil hombres de negocios. Siete millones y medio de ebrios. Trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos millones de personas mayores. Los hombres tienen fusiles y cazan. También crían gallinas. Es su único interés




¿Dónde están los hombres? —Dijo el principito—. Se está un poco solo en el desierto.
—Con los hombres también se está solo. —Dijo la serpiente.

Aunque haya más seres humanos, cada uno es un planeta. La Tierra es grande y hay millones de hombres y mujeres iguales los unos a los otros. Millones de rosas iguales las unas a las otras. ¿Dónde está el sentido si nos repetimos una y otra vez?, ¿si lo que pienso hoy ya lo han pensado antes?, ¿si mi piel tiene rastros de estrella que ya fueron de otra piel?Nos repetimos, y aún así, estamos solos. Somos eco que devuelve soledad.  El principito lloraba amargamente pensando en todas estas cosas, pero el zorro le contó algunos secretos: las rosas se repiten como estrellas pero pueden ser únicas. El Quijote de Pièrre Menard es diferente al de Cervantes. Las cosas son únicas cuando los ojos las transforman. Se transforman cuando las domesticamos. Domesticar quiere decir “crear lazos”.  Por eso el principito quería a la rosa de 4 espinas. Pero el principito quería tanto a esa flor que tuvo que dejarla… Porque cuando uno domestica, corre el riesgo de llorar un poco. “Para mí el trigo es inútil, pero cuando me hayas domesticado, el trigo dorado será un recuerdo de ti, y amaré el ruido del viento en el trigo” le dice el zorro al principito. Y el principito lo domestica. Pero cuando debe seguir con su viaje y dejar al zorro, este llora.

- Pero vas a llorar —dijo el principito—.
- Sí —dijo el zorro.
- Entonces, no ganas nada.
- Gano —dijo el zorro— por el color del trigo.

IV. Lo que no tiene cuerpo.
Las estrellas que son bellas por una flor que no se ve.


¿Qué pasaría si en un segundo, al mismo tiempo, el farolero dejara de encender su farol, el hombre de negocios de contar las estrellas, el rey de gobernar, el geógrafo de leer y el borracho de beber? Caería la Mátrix:  bienvenidos al desierto de lo Real (que es el mismo en el que apareció y desapareció el principito, el mismo en el que Exupéry chocó con su avión para reencontrarse con el pequeño extraterrestre).

El sonido de las estrellas sería insoportable: escuchar al Universo es tan aterrador como escuchar la circulación de la sangre. Pero es hermoso… Poco a poco empezaríamos a entender que lo que verdaderamente existe es lo que no se ve. En el desierto de ‘Lo Real’ no se ve nada, no se oye nada. Y, sin embargo, algo resplandece en el silencio…
El Principito es todas esas imágenes invisibles: la caja del cordero. La piel de la serpiente que contiene al elefante. La risa de las estrellas. El cabello dorado en los campos de trigo. Las cosas tienen sentido por otras cosas: las estrellas están llenas de flores, las flores de manos, las manos de planetas, los planetas de ojos. El mundo está lleno de huellas. Fantasmas que bailan en el cielo. Prehistoria cósmica.
Ganamos,  por el viento en el trigo.



(Cartón Piedra)