Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

miércoles, 2 de septiembre de 2015

¡Ras, ras, ras, vamos a perder!






Perder el vuelo. Perder la fosforera. Perder el año. Perder el pasaporte. Perder los fondos del Estado. Perder un chico. Y después, perder la sobriedad,  perder la compostura, perder la dignidad.  Crecí, crecimos, en un país que no se caracteriza precisamente por ganar. Recuerdo haber visto perder a la selección de fútbol desde que tengo memoria. Los presidentes que ganaban las elecciones igual terminaban perdiendo la confianza de la gente. El mapa que me enseñaron en segundo grado mostraba un país dividido por una línea imaginaria que lo reducía a menos de la mitad de lo que había sido. Tampoco tenemos una escritora o escritor que haya sido parte del boom, o sí, pero es un invento de dos escritores extranjeros.

En la escuela, mientras otros niños competían por todo, mis padres me decían, “¿tú qué sacas ganando?, ¿eso te hace más o menos?”. Mi educación, primero medio comunista, luego medio zen, me enseñó a no devolver el golpe, a dejar que los otros ganen, a retirarme de la competencia antes de que empezara. No es algo de lo que me enorgullezca, es lo que es, lo que fue. Mi hermana de diez años juega 40, canasta, veintiuno, damas chinas, ajedrez, es campeona de gimnasia, tiene medallas de oro, de plata; y siempre quiere seguir jugando. Para mí, que no sé ganar, competir no tiene ningún sentido. Cuando era niña, odiaba jugar a las escondidas o hacer carreras: el esfuerzo físico nunca me ha parecido divertido. Y cuando la profesora decía “en vez de la clase, hagamos una dinámica en el patio”, todos saltaban de emoción pero a mí se me helaba la sangre. Prefería quedarme sentada en mi puesto, a salvo, y que la maestra dictara.

Todo empezó cuando la bisabuela se desheredó. Cuentan que ella estaba enamorada de mi bisabuelo, pero él no quería casarse con ella porque le preocupaba que la gente dijera que lo hacía solo por la plata (la bisabuela era millonaria). Así que para que no corriera este rumor, ella se desheredó. Y se casaron. Si no lo hubiera hecho quizá yo sería millonaria, o quizá no estaría aquí. Sucede que los Varea, mi familia materna, son gente que no valora la competencia; quizás porque son descendientes de “la pérdida”. Además de ser incapaces de valorar el dinero, en la familia Varea hay un despiste crónico y un  sentido de la lógica digno de estudio. Mi abuelo Miguel Varea iba al trabajo en carro y regresaba a pie. Tardaba días en descubrir que el carro no estaba en el garaje y, cuando lo hacía, culpaba a sus hijos de haberlo “perdido por ahí”, lo hacía como si se tratase de un asunto sin importancia; hasta dicen que una vez regaló una hacienda.  En la familia no era raro perder, no una aguja ni un disco, ni un adorno o un zapato. Los familiares no se extrañaban si un día desaparecía el piano, así como, estoy segura, tampoco se hubieran alarmado si, en su defecto, hubiese aparecido un enorme elefante rosa en medio de la sala. Lo hubieran tomado como parte del paisaje “Oh, un elefante, ¿de quién será? Bueno, se verá bien al lado de las cortinas, ocupará el lugar que tenía el piano”.  El lema “el que tiene más quiere más” no funcionó con los Varea, quienes no parecían tener el a veces necesario gen de la ambición. Quizá por eso hoy mi casa no es tan grande como la de mis abuelos y estoy segura de que si desapareciera alguno de los pequeños artefactos que componen mi humilde patrimonio, sin duda lo sabría…

Ilustración: Cata Pérez.

(Diners)