Fuimos peces y después fuimos dinosaurios. Fuimos monos, hombres, Planetas. Sangre, sexo, cielo. Libros que no leímo...

lunes, 28 de agosto de 2017

i-pod


(Un texto prescindible)





Primer intento:
(El puerperio y la nostalgia)

Tener un bebé hace que el tiempo se rompa. O por lo menos, que el tiempo corra de una manera distinta. O no corra. Más bien se deslice, como agua pesada cayendo. Con mi bebé en brazos o durmiendo a mi lado siento que mi vida está detenida. Como si alguien (tal vez Dios) hubiera puesto pausa. Y desde allí, desde ese momento, sería capaz de ver toda mi vida por partes. Hacia atrás, o también hacia delante. Quién sabe. Sintiendo mi respiración y la de mi bebé, pienso. El único terreno infinito es el de la imaginación. Mientras un niño duerme el único lugar seguro es el del pensamiento. Las posibilidades prácticas no son realizables (es difícil hasta ir al baño) pero las imaginarias son infinitas. Viajar por la mente. Recurrir a la mala costumbre de recordar. Nostalgia. Saudade. Recuperar (desesperadamente, infructuosamente) el tiempo perdido, o más que perdido: el tiempo vivido y amado. Mirar la propia vida desde una habitación en la que no existe el tiempo. Mirar la propia vida en una habitación en la que solo existen un bebé y su madre y una enorme pantalla en la que se proyecta la vida por partes. Porque veía mi vida en pequeñas pero lúcidas piezas,  como si un viento feroz o un huracán hubiera desordenado los determinados momentos y ahora estarían desperdigados por la habitación: el primer día de la escuela, la primera  vez que vi el mar, las formas que dibujaron las nubes alguna tarde de octubre. Sentía la necesidad de registrarlo. En la inmovilidad absoluta de días de puerperio la única posibilidad de escribir era en mi I-pod. Mientras escribir en una computadora otorga algo que no se obtiene escribiendo en un papel, escribir en un celular hace que la escritura se vuelva más bien pesca. Pescar ideas, imágenes, atrapar palabras que floran en el aire. Y así registrar todos los universos que se despliegan en el sueño de un niño y la vigilia de su madre. La nostalgia- escribí en ese aparato que ahora ya no existe- es como una especie de miel amarga. Y podía ver esa miel. Era espesa, pegajosa, hacía que las pequeñas pero lúcidas piezas de mi vida se peguen entre sí, desordenándose, agrandándose, achicándose, cambiando su perspectiva. De un momento a otro podía sentir, en la piel, lo mismo que sentí un día a los 13 años. Cerraba los ojos y podía ver la textura de las paredes de mi escuela, el color de los pupitres, todo tan vívido que me parecía estar ahí. Un verdadero viaje en el tiempo que era posible gracias a la miel amarga que podría compararse a lo que Cortázar llamo “Las babas del diablo”.

Segundo intento:
(Las notas que escribo-o escribía-en mi i-pod)

Los aparatos electrónicos que me rodean tarde o temprano sufren extrañas afecciones. Mi laptop colapsa de temporada en temporada, las duchas eléctricas se queman, mi celular es un pedazo de plástico impresentable que se ha caído unas cuantas veces contra la pared, mi plancha del pelo suele hacer pequeños corto circuitos amenazando con incendiarme el cabello. Pero las cosas más extrañas le han pasado a mi pequeño i-pod. Por ejemplo, una vez tuvo un virus que consistía en que se desprogramaba y se ubicaba deliberadamente en noviembre de 1968 a las 3 de la tarde. Las fotos que tomaba se iban a una carpeta escondida y no había forma de sacarlas del aparato. Como en esa fecha no había internet, no me podía conectar y programarlo a la fecha actual, tampoco enviar archivos por esta vía. Esta especie de paradoja del abuelo solo se curaba si cargaba al aparato con un cable original. Malditos creadores de Mac. Compré ese aparato hace tres años porque quería registrar. No quería una cámara de fotos pesada y profesional. Quería un dispositivo pequeño y ligero que me permita extraer (robar) momentos de la realidad y guardarlos, sí, ese acto desafiante y casi ridículo, esa pequeña lucha con la muerte que está tan presente en la fotografía, pero no solo en ella sino en todas las posibilidades o intentos de registro. Sabemos que no es lo mismo una fotografía en blanco y negro salida de una cámara profesional que una hecha con el celular. No es el mismo el resultado ni tampoco lo que se vive antes y durante el registro. Yo no buscaba un registro elaborado sino más bien el hallazgo, tener pruebas de lo que se va encontrando una en la vida: un chifa (amo los chifas), un perro callejero (hice una serie de perros callejeros), hoteles (amo los hoteles), árboles (tengo colección de árboles), cielos (tengo también una pequeña colección de cielos de distintas ciudades), etc. No me importaba que la foto estuviera bien compuesta o fuera bella. Lo que importaba era que fuera en el preciso momento, que fuera un pedazo de vida casi tal cual la vida, algo así. Con este aparato también hice algunos videítos. Y lo compré porque permitía editarlos. Editar un video mientras estás en la fila del banco es una posibilidad maravillosa que ofrecía este pedazo de plástico. En el video pasaba lo mismo que con las fotos: nunca tenían la intención de ser profesionales pero adquirían otro tipo de valor. Otro valor que no sé si es un valor o es precisamente lo contrario. Porque era rescatar lo inútil.  Por ejemplo: hice videos de lluvia (solo lluvia sobre el parabrisas que es una de las cosas más lindas que se puede apreciar en este planeta) o de neblina en Quito o de luces de la ciudad por la noche. Hice también uno de mi hermana pequeña saltando en una cama elástica con música clásica de fondo.  También edité algo pequeño sobre mi hijo y su padre, pequeños momentos íntimos de nuestra familia. Otra función (que supuestamente es la principal de un i-pod) era la de la música. Lo bonito era hacer listas de música para diferentes situaciones. Playlist para el gimnasio, para la ducha, para el parto. Pero lo que más me gustaba de este aparatejo irónicamente era algo que no tiene que ver con la tecnología, algo que cualquier aparato que se respete tiene: las notas. Escribir en el i-pod era distinto. Tenía algo de inmediatez. Y el resultado era unas mini-crónicas de todo. Con fecha y hora exacta. Lo mismo que con las fotos y el video, el valor estaba en los lugares y en la forma en la que se escribía: en los buses, en la fila del banco, en la calle, en las estaciones de trenes, en los aviones, en los aeropuertos (no hay nada más hermoso que escribir en un aeropuerto). Los temas eran varios: desde un guión casi completo para una película (no miento, es impresionante lo que se puede hacer con una mano en tiempos de puerperio), pasando por la dirección de algún extraño hasta unos pseudo-poemas; sobre el vuelo de unos pájaros en una playa un primero de enero, sobre el pequeño placer de beber coca-cola en una estación de tren en Touoluse, o un pequeño recordatorio que simplemente ponía: “no olvidar el misterio”; sobre teorías filosóficas que inventaba en la ducha o en la sobremesa familiar. Cada vez que releía estas notas me acordaba del día en el que las escribí, de por qué lo escribí, en fin, había siempre otra historia. Y una de las cosas bonitas de escribir es eso: que haya siempre otra historia. Así, iba coleccionando momentos. Mi i-pod era eso: puras ideas inútiles. Ideas que jamás iba a desarrollar. Ideas patojas como toda buena idea. Ideas  imperfectas. Pero la belleza de la fugacidad de una idea es la misma de la estrella naciendo o muriendo. Las notas de mi i-pod era la posibilidad de enviarme notas a mi misma- a lo Memento- que me hicieran recordar años más tarde lo que era realmente importante: el color blanquísimo del cabello de una anciana, un atardecer en Manglaralto, una teoría filosófica inventada en un taxi estancado en el tráfico.
Un buen día (realmente un mal día) encendí mi I-pod y me di cuenta de que otra especie de virus le había atacado. El primer golpe bajo fue darme cuenta de que mis “notas” se habían borrado. Tres años de pequeñas crónicas inservibles ahora habían desaparecido. En una de las notas había escrito algo sobre el paradójico valor de lo inútil, algo que ahora ya olvidé, claro que olvidé porque por algo escribí. Porque se escribe para no olvidar y ahora eso ya se ha borrado. Se han borrado precisamente esas palabras, las palabras que se atrapan (porque hay palabras que se nacen, que se dan a luz, pero hay otras que se atrapan y esas, precisamente esas, eran las que se perdieron en el olvido, tal vez regresaron a ese lugar del que alguna vez fueron rescatadas). Pensaba que apenarme por la pérdida de esos pequeños textos patojos era lo mismo que si alguien llorara por haber perdido un costal de chatarra, de objetos encontrados. La verdad es que esos escritos no le servían a nadie, excepto a mi. Tal vez a mi tampoco. Aunque lo más posible es que jamás realizaría ninguna de las ideas que escribía, me gustaba que existan, en silencio. Saber que existían me hacía feliz igual que me hace feliz pensar que Júpiter es una estrella que fracasó. 
Señor Dios, si usted existe- y si no existe igual- quisiera decirle que me parece una falta de respeto que tantas cartas se queden flotando en el espacio, igual que el voyager   ¿Es justo que  se deshagan en el polvo, devoradas por las polillas? ¿O que se queden navegando en el ciberespacio, para siempre, sin ser leídas porque nadie tiene nuestra clave de Facebook?, ¿es justo que tanto amor acabe en un instante y que todos nuestros hermanos se vayan, o nos vayamos nosotros, para siempre? Que existan ciudades libros personas canciones pieles palabras, que jamás conoceremos, que se quedarán aquí, y no sabrán nunca que ya no estamos?  que las tardes soleadas, la luz que se grabó en mis retinas en forma de tarde de verano,  el mar (que parecía tan eterno, tan sagrado, tan inmutable ) mis huesos, mis dedos, mi piel, las bacterias que me habitan, mis manos (que sintieron las manos de mi abuela en noches frías) cada uno de mis cabellos rojos que alguna vez fueron rubios y luego fueron rosa y otra vez  rubios y luego castaños, mis pies, mis ojos (que alguna vez vieron la luna por un telescopio y vieron, mi nariz,  mi cerebro (que tenía la mala costumbre de creerse inmortal) mis fluidos, mis piernas, mi sangre,  mi saliva, mis rodillas, mis células y sus respectivos  universos particulares y alucinantes, mis pestañas,  mi hígado, mi nariz, mis uñas, mis cicatrices, mi voz,  todas estas cosas,  se queden un día sin mi? ¿Es justo que no nos volvamos a ver nunca más?  ¿Existe un lugar invisible al que van todas las palabras perdidas?. Una tarde de nubes rosadas que a alguien le pareció la más hermosa del mundo de repente es nada. Ahora mismo en el mundo miles de personas escriben una lista de promesas que luego olvidarán. Pienso en un no-lugar, una especie de papelera recicladora del mundo, un lugar al que van las medias impares, los poemas olvidados en el aire- esos que no pudimos pescar-, los recuerdos de los abuelos. Hay gente que colecciona insectos, otros coleccionan estampitas, otros, chicas con cicatrices. Yo también era una coleccionista: una coleccionista de ideas inútiles.

El problema del olvido es la colita, es acordarse un poco. Si fuera fundido a negro. Pero no. Quedan las sombras.

Cuando fui a la galería, descubrí que con las fotos estaba sucediendo lo mismo. Y el impacto de esto fue ver gráficamente la idea abstracta que tenía del olvido: los momentos de mi vida desordenados. Otros desaparecidos. Manchas de nada que se los tragaban de a poco. Ver mi vida como un rompecabezas en el que faltaban pedazos. Como si una plaga de Nada se fuera comiendo de a poco la memoria, la vida. Y la dejara con inexplicables huecos como los que se forman en la cabeza de alguien que pierde el cabello o en la mente de un abuelo con alzheimer. Una plaga o una enorme licuadora dentada, un agujero negro que lo devora todo. La garganta del tiempo, cuyas fauces comprenden una musculatura fuerte como la de un dragón que lo traga todo.

Tercer intento:
(La teoría de que el alma no tiene memoria, teoría que inventamos en el desayuno y que irónicamente, fue olvidada)

Entre las notas que escribía, que ya lo he dicho, ninguna era importante, habían unas cuantas teorías. Estas teorías no eran producto de estudios sino de largas sobremesas. Una mañana (cuya fecha no recuerdo) llegamos (en serio, no fui solo yo) a una descabellada conclusión: que el alma no tiene memoria. Pensar que el alma humana es una chispita de una gran llama y que cuando el cuerpo muere el alma regresa a esa hoguera hecha de la misma materia, es afirmar que toda alma es igual a la otra, es decir, negar que el alma es lo que hace único a un ser humano, y afirmar atrevidísimamente que lo que le da la identidad es el cuerpo, o la combinación de cuerpo-alma.  Entonces el alma no tendría memoria. Y si no tiene memoria, tampoco tiene identidad. Los recuerdos, todo lo que uno fue, al morir, se borran, y queda el alma. Pero el alma no es un nombre. El alma no está hecha de recuerdos ni de sentimientos. No tiene personalidad. El alma no distingue a nadie. Es energía vital, poderosa y a la vez humilde. Porque el alma no tiene-o no tendría- ego. Lo que nos constituye no está hecho de palabras. Tampoco tiene rostro.

lunes, 14 de agosto de 2017

Lucas Amaru




Es difícil relatar algo que no recuerdo. Algo que solo viene a mi memoria por partes, de a poco; algo que viví tan intensamente, que olvidé; un momento que llegué a ser tan yo, que me convertí en otra. Cuando pienso en ello, la piel se me eriza. Recuerdo fragmentos que voy armando, como un rompecabezas.

Los días previos fueron eternos. Lucas se retrasaba. Mi casa se convirtió un aquelarre de mujeres preparando pócimas, baños, masajes. Cociné dulce de higos para que su olor me indujera el parto, me hice acupuntura, me senté en hierbas, me bañé en lechuga, tomé pepas de chirimoya, té de frambuesa. Intentábamos tener sexo (sí, intentábamos, porque tal era el estrés que cada vez que nos lo proponíamos solo acabábamos peleando y en lugar de producir oxcitocina la perdía) Nada dio resultado. Él seguía tranquilo, en su planeta solo para uno. Dicen que cuando los bebés están listos, segregan una hormona que hace que la madre entre en labor. No somos nosotras quienes deciden su
nacimiento, peor los doctores, son ellos, solo ellos. Pasaban los días y yo seguía embarazada. Tal vez lo peor- como todo- era la presión social. Mi tía llamaba todos los días a las 6 de la mañana. ¿Qué fue hijita?, ¿Ya?. Una amiga me dio el mejor consejo: saciar antojos reprimidos. Nada de té de hierbas ni baños hippies, lo que hay que hacer es comerte esa hamburguesa que te prohibiste durante los 9 meses o tomar una cerveza bien helada. El único efecto que causó en mi esa técnica fue subir en una semana lo que no había logrado en todo el embarazo con el pretexto de que cada comida era “la
última”. El último shawarma, la última pizza, el último chaulafán…

No quería inducirme el parto ni una cesárea programada por una simple razón: necesitaba al azar. El azar es el que hace que una historia sea historia. O al menos, eso pensaba yo, sí, quizá desde el cliché. Quería que el agua de fuente se rompa en el lugar menos adecuado y me sorprenda, como en las películas. Quería ir a la clínica en un taxi respirando agitadamente. Quería-inocentemente- un parto en el agua con tambores de fondo. Llegaba a la semana 42 y nada. Antes de tomar la pastilla fuimos a comer una pizza.

Entonces, mientras hablaba del azar, se cumplió mi fantasía: se rompió la fuente… y con ella el tiempo y el alma. Se abrió una puerta, una dimensión. Se rompió el tiempo y el alma. No recuerdo mucho más. Truenos. Tierra. Dolor. Gritos. Simplemente afloró mi esencia más profunda, aquello que no tolero de mi misma. Llegué a un estado que más que humano era animal. O humano demasiado humano. Pero mi segunda fantasía no se cumplió: no tuve un parto natural en agua y con tambores de fondo. Tras horas de dolor y poca dilatación, fui llevada al quirófano, sintiendo que perdía la batalla.

El 18 de agosto del 2016 temblábamos con una prueba de embarazo positiva en las manos. Ese día fuimos a las montañas. El Mario se empeñó en que yo subiera una pequeña loma en El Cajas. Después de lloriqueos y quejas e incluso una amenaza de divorcio, llegamos a la cumbre. Al otro lado, se extendía una laguna enorme, una laguna que jamás hubiéramos podido ver sin subir la montaña. El regalo, la recompensa. Dejé de lloriquear, se acabaron las peleas. Nos callamos. Atónitos ante la belleza.

Se hizo un Silencio.

Reconocí el mismo silencio en el quirófano, cuando de una cajita mágica, Lucas Amaru salió hacia el mundo. Esta vez no fue un estallido el que interrumpió el silencio, fue el silencio, imponente, el que detuvo el mundo. Porque Lucas no lloró. Solo miraba, como un animal cósmico que quiere descifrar el Universo. El sonido de mi corazón taquicárdico, la horrible voz del anestesista, las palabras de consuelo del Mario, todo dejó de ser, y quedaron sus ojos, destruyendo el Tiempo.

Nos llevaron al cuarto y lo pusieron sobre mi pecho tembloroso. Así dormité, despacito, como quien tiene un tesoro en sus manos. Amanecía, yo no sabía que con la noche también se iría parte de mi ser, no sabía que cuando el sol saliera, me convertiría para siempre, en otra persona…

(Mundo Diners)
Ilustración: Mario Salvador